Fernando
Mora Zahonero
El
budismo es un término que sirve para designar un amplio movimiento, cuyas
características exceden el marco de lo estrictamente religioso o cultural,
agrupando a escuelas filosóficas y visiones de la vida muy diversas.
Consideradas desde un punto de vista global, las diferentes perspectivas
filosóficas y prácticas sostenidas por cada sistema particular muestran
entre sí una lógica interna tan estrecha que nos induce a pensar que la
evolución del pensamiento budista no ha sido una mera cuestión de
condicionamientos externos sino de coherencia interna e inevitable
desarrollo de sus principios originales. Así, según esta visión unitaria del
budismo —muy utilizada en la tradición tibetana—, las diferentes
perspectivas teóricas y metodológicas del budismo constituyen estaciones de
un único camino o, utilizando un lenguaje más acorde con el tema, elementos
interconectados de un mismo mandala. Por tanto, sería un error considerar
que, en esta estructura mandálica, un estilo particular de enseñanzas puede
ser superior a otro, pues cada estilo representa un modo legítimo de abordar
la realidad, apto para satisfacer las necesidades espirituales de individuos
con temperamentos y aspiraciones muy diversas.
Generalmente, desde el punto de vista de la motivación subyacente a la
práctica suele clasificarse al budismo en dos grandes vehículos (yanas): el
hinayana, el camino de la renuncia y la abnegación en pos de la propia
liberación del sufrimiento, y el mahayana, el camino donde la liberación
individual se sustituye por la noción de iluminación universal, a la que se
arriba mediante la integración en la práctica espiritual de todas las
situaciones vitales posibles. Además, en relación al tipo de métodos
empleados, el mahayana puede subdividirse, a su vez, en dos grandes series
de enseñanzas: el paramitayana (el camino de la transformación común),
perteneciente a la Fase del Sutra,[i] y el tantrayana (el camino de la
transformación especial), encuadrado en la Fase del Tantra. Por último, el
tantrayana, también llamado vajrayana (camino indestructible), está
configurado por el sendero “con forma” de los medios hábiles (upaya marga) y
el sendero “sin forma” de la sabiduría o de la liberación natural (moksha
marga). A lo largo de las páginas siguientes trataremos de definir cada una
de estos términos, efectuando un somero análisis de sus principales
características. El esquema que figura al final del texto quizá sirva de
guía para situar en su contexto algunos de los conceptos empleados.
HINAYANA : EL CAMINO DE LA RENUNCIA
El hinayana, practicado en la actualidad con más o menos variaciones
autóctonas en todo el sureste asiático (Sri Lanka, Birmania, Tailandia),
pasa por ser la escuela más antigua del budismo. Los tres elementos que
resumen la práctica hinayana son la conducta adecuada (shila), la meditación
(samatha) y la visión penetrante (vipashyana), desarrolladas en el marco del
reconocimiento profundo de la futilidad y complicación de nuestras
preocupaciones y actividades habituales.
La práctica de samatha (literalmente, “estado equilibrado”) no implica
permanecer en un estado de abstracción exclusiva o de concentración en una
forma fija, sino agudizar la conciencia para percibir las cosas tal como
son, sin distorsiones ni proyecciones, interfiriendo lo menos posible en el
desarrollo de los fenómenos. Esta agudeza, precisión y falta de
interferencia en nuestra relación con las situaciones nos permitirá, a la
larga, apreciar la ausencia de un sujeto independiente en los procesos
vitales y, en consecuencia, dejar de considerar el entorno, el cuerpo, las
emociones y los pensamientos únicamente en relación a “mí” y a “mis
intereses”.
Este tipo de comprensión se denomina anatma, el concepto filosófico
principal del hinayana y el objetivo principal de la meditación de la visión
penetrante, y siempre va acompañado de de la percepción directa e
inconfundible de la cualidad esencialmente frustrante (dukha) y transitoria
(anicca) de la existencia. Por eso, según esta corriente de enseñanzas, la
vía de la liberación se asienta en el rechazo radical de la esfera de la
existencia cíclica (samsara), en el abandono de los cinco agregados (forma,
sensación, concepto, tendencias y conciencia),[ii] en la comprensión directa
de la ausencia de un ego independiente (anatma) y en la consecución de una
iluminación (nirvana) pasiva, comparable a la extinción de una llama y
definida como una desconexión completa de la frustrante situación samsárica.
Literariamente, el hinayana se caracteriza por tomar como base de su
exposición las escrituras, o sutras antiguos, conservados fundamentalmente
en lengua pali y reunidos en el Tripitaka (Tres Cestas). Esta colección, que
comprende los discursos largos, intermedios y breves del Buda, incluye
textos tan conocidos como el Satipattahana Sutta, el Dhammapada, el Udana,
etcétera. Todos los sutras de esta fase de enseñanzas comienzan con las
palabras “Así he oído,...” lo cual refleja que, inicialmente, aparte de la
elaboración de una terminología propia, la principal preocupación de los
monjes budistas fue la de recoger fielmente las enseñanzas trasmitidas por
Buda. De ahí el otro nombre, “oyentes” (shravakas), que reciben los
adherentes de esta corriente budista.
El ideal espiritual propugnado por esta escuela es el arhant. La palabra
tibetana (drachompa) que traduce dicho término sánscrito significa “el
conquistador del enemigo”, ya que, desde la perspectiva de este vehículo
particular, los pensamientos y emociones que contribuyen a reforzar el
aferramiento del ego, obstaculizando el camino hacia la liberación, deben
ser considerados enemigos a vencer. En este sentido cabe recordar las
palabras del Dhammapada de que “sabio es quien se vence a sí mismo”.
En el ámbito histórico, el hinayana mantiene una visión elitista del Buda
según la cual sólo podría reconocerse como tal al Buda histórico (Siddharta
Gautama), lo cual contrasta con la opinión más democrática del mahayana que
considera que Buda constituye un principio inherente a todo ser consciente
que no sólo se manifiesta en el momento y el lugar donde surja la necesidad
—como sucede con los avatares o encarnaciones divinas en el hinduismo— sino
que es también el motor que impele la evolución de la conciencia individual.
Otra perspectiva propia de esta fase de enseñanzas sería la alta estima
puesta en el propio sendero espiritual. De ahí el nombre de “pequeño
vehículo”, o “camino estrecho”, que recibe esta escuela, un arduo camino que
sólo unos pocos son capaces de recorrer. Esto se relaciona con el valor
concedido a la vida monacal, siendo considerada superior a cualquier otro
tipo de vida y un requisito indispensable para lograr la liberación.
PARAMITAYANA: EL CAMINO QUE LLEVA MAS ALLA
Sin embargo, la búsqueda espiritual no se circunscribe a una condición
social especial, ya sea monacal o de otra índole, pues el éxito en la
meditación o el mantenimiento continuo de una disciplina pueden derivar
fácilmente en el orgullo, la vanidad o cualquier otra forma de megalomanía
espiritual. Por eso, conservando la esencia de los descubrimientos hinayana,
pero desarrollando de un modo más audaz diversas ideas sugeridas en los
sutras antiguos, surge el mahayana. Este último vehículo considera que la
liberación hinayana es una estación a lo largo del camino, un ilusorio lugar
de descanso dispuesto en el desierto para alentar a los viajeros a proseguir
su viaje, pero más allá del cual dejamos de interesarnos exclusivamente en
nuestra propia salvación y comenzamos a preocuparnos también por el
bienestar de los demás. No obstante, el hecho de que en este nivel la
aspiración a la propia liberación individual deje de ser operativa no es
sino una profundización en la noción hinayana de ausencia de yo o naturaleza
propia. Vemos así que, a pesar de las posibles limitaciones de la
perspectiva hinayana, no existe otro modo de comenzar el camino espiritual,
ya que necesitamos desarrollar, por una parte, el desapego característico
del hinayana para que nuestra compasión no sea una proyección paternalista
y, por la otra, la nitidez, agudeza y precisión que alcanza la conciencia
mediante la meditación de samatha y vipashyana proporcionan un punto de
partida imprescindible para efectuar las prácticas de transformación —común
y especial— que caracterizan a todas las escuelas mahayana.
Este cambio de óptica hacia el altruismo universal se halla simbolizado por
el conocido voto del bodhisattva, a través del cual el practicante toma
conciencia de que su destino espiritual se halla ligado al de todos los
seres y se compromete a llevarlos a la iluminación, ya que no puede haber
verdadera liberación del sufrimiento mientras exista un solo ser que sufra.
Por ello, en la medida en que destaca la profunda conexión existente entre
todos los seres vivos, puede afirmarse que la cualidad principal del
mahayana es la comunicación y la interdependencia. Existe una versión Zen
del voto del bodhisattva que dice así: “Aunque los seres son innumerables,
tomo el voto de liberarlos a todos. Aunque las pasiones son inagotables,
tomo el voto de desarraigarlas todas. Aunque las puertas de la enseñanza
(dharma) son múltiples, tomo el voto de abrirlas todas. Aunque el camino del
Buda es supremo, tomo el voto de seguirlo hasta el fin”.
La noción central de la filosofía mahayana se denomina shunyata, un término
que denota la falta de existencia independiente tanto del sujeto como del
objeto, así como apertura, ausencia de temor y falta de asideros
conceptuales, y cuya comprensión viene posibilitada por la intensificación
al máximo de los procesos cognoscitivos (prajña), es decir, llevando a la
razón hasta sus límites lógicos. Así pues, Prajña, la última virtud
trascendental (paramita), constituye la facultad que, gracias a la
comprensión de la mutua relatividad tanto de sujeto y objeto como de
cualquier otra polaridad conceptual, nos permite rendir completamente
nuestra fortaleza personal, emocional e ideológica. Dicha comprensión
trascendental posee una dimensión inseparable, conectada con el voto del
bodhisattva, conocida como “mente del despertar” (bodhicitta) o compasión
(karuna), que puede definirse como la acción efectuada a la luz del
conocimiento trascendental y que implica la puesta en práctica de las cinco
paramitas restantes del mahayana, a saber: generosidad, paciencia, conducta
adecuada, energía y meditación.
Así, esta vertiente del mahayana se denomina paramitayana porque en ella la
principal práctica son estas virtudes trascendentales; y son trascendentales
porque permiten ir más allá no sólo de la confusión samsárica sino también
de la misma noción de virtud —en consonancia con la visión de shunyata—.
Aunque el paramitayana utiliza la práctica de transformación, ya que trata
de convertir cada acción, sea de la clase que sea, en una ayuda para
facilitar la iluminación universal, sin embargo, no lo hace con la
diversidad de métodos —visualización, mantra, mudra, etcétera— utilizada por
el tantrayana. Por eso, en un caso se habla de transformación común y, en el
otro, de transformación especial. No obstante, en la medida en que el
paramitayana propugna la utilización progresiva de las pasiones y de las
situaciones conflictivas, en lugar de su abandono, puede decirse que utiliza
las prácticas de transformación. Así, como reflejo del alto valor asignado
al amor, ya no se considera que los pensamientos y las emociones deban ser
aniquilados mediante algún tipo de violencia psicológica sino que deben ser
transmutados mediante el amor y la compasión.
Existen muchos sutras famosos pertenecientes a esta fase: el
Prajñaparamita-hridaya-sutra, el Vajrachedika-sutra, el
Vimalakirti-nirdesa-sutra, el Lankavatara-sutra, el Avatamsaka-sutra, etc.
Al contrario de los sutras hinayana, los sutras mahayana fueron escritos en
sánscrito, aunque poco de ellos queda en su lengua original y únicamente
disponemos de las traducciones chinas, tibetanas y japonesas que prueban la
floreciente expansión lograda por esta escuela en los inicios de la era
cristiana. Por lo general, el entorno donde se efectúa la prédica de los
sutras mahayana desborda ampliamente el ámbito monástico del hinayana,
adquiere proporciones cósmicas y trasciende el espacio-tiempo ordinario.
Además, los sutras mahayana tienden a presentar las enseñanzas como un
diálogo entre mentalidades y puntos de vista dispares y no como una
exposición unilateral y exclusiva de la verdad.
El ideal espiritual propugnado por el
paramitayana es el bodhisattva (el ser despierto), que no representa
únicamente a un ente semicelestial, morador de un exótico paraíso búdico y
mediador entre el Buda y los desamparados seres ordinarios —como se ha
tendido a interpretar numerosas veces en la exégesis del budismo— sino que
también aparece frecuentemente en la literatura budista como un personaje
involucrado en actividades de todo tipo, pudiendo estar casado, gozar de
bienes materiales y de placeres mundanos, etc. En este sentido, el ideal
filosófico y la perspectiva ética del bodhisattva parecen mucho más amplios
que los del arhant, ya que mientras este último se halla confinado a una
interpretación literal de los imperativos morales, el primero puede actuar
independientemente de la moralidad convencional, religiosa o social, si con
ello considera que evita males mayores. En ese sentido, el bodhisattva
considera más importante la intención que la acción.
VEHICULOS CAUSALES Y RESULTANTES
Con el hinayana y el paramitayana, incluidos, como hemos dicho, en la Fase
Sutra del budismo finalizan lo que se conoce teóricamente como vehículos
causales, denominados de este modo porque, en ellos, apreciamos una
gradación lineal desde la causa (la práctica, la acumulación de acciones
virtuosas) hacia el resultado (la iluminación). A partir de este punto
comienza el vehículo resultante, el tantrayana, o vajrayana, que, como hemos
dicho, se compone del sendero de la transformación especial, o el sendero
del método (upaya-marga), y el sendero liberador esencial (moksha-marga). En
el vehículo resultante se practica directamente el efecto o el resultado en
sí, es decir, el mismo estado de Buda, que ya no se concibe como una
potencialidad, sino como una realidad palpable en cada aspecto de la vida.
Así, mientras los vehículos causales indican, por ejemplo, que la mente
posee el potencial para alcanzar el estado de Buda, el vehículo resultante
afirma, por su parte, que la mente ya es Buda.
TANTRAYANA: EL SENDERO DEL METODO[iii]
Aunque los inicios históricos del tantrayana budista resultan enormemente
difusos, parecen asociados, no obstante, al mismo origen del tantra, tanto
hindú como budista. Dado que la aparición del primer texto tántrico budista
—el Ghuyasamayatantra— se remonta al siglo IV d.C. podemos suponer que este
movimiento había ido adquiriendo coherencia doctrinal a lo largo de los
cinco o seis siglos previos como mínimo. Sin embargo, no fue hasta los
siglos IX y X, aproximadamente, que el tantra alcanzó su máxima expansión.
Actualmente el tantra budista se practica en Tíbet y en la escuela Shingon
de Japón. En los anales tántricos indotibetanos destacan por su tono mágico
y desinhibido las biografías de figuras semilegendarias como Saraha, Savari,
Tilopa, Virupa, Naropa, Shantigupta y un largo etcétera. Aunque todos ellos
fueron yoguis independientes que vivieron al margen de las estructuras
religiosas y académicas de la época, no se puede afirmar, sin embargo, que
el desarrollo del tantra budista fuera debido tan sólo a influencias
folklóricas o a la actividad de yoguis errantes sino que también fue
resultado de un profundo estudio psicológico y filosófico llevado a cabo en
las universidades budistas indias de Nalanda, Vikramasila, Otantapuri y
Somapuri que, en cierta época, constituyeron los principales centros
culturales de Asia.
Desde el punto de vista del tantrayana, la ausencia de puntos de referencia
del paramitayana resulta insuficiente ya que parece existir cierta tendencia
al trascendentalismo, a tratar de ir siempre más allá, y cierto aferramiento
sutil a la misma falta de puntos de referencia, o de ausencia de
conceptualizaciones, que se convierte en un nuevo asidero existencial. En
este sentido, para el tantra budista shunyata no implica que debamos
realizar a toda costa la apertura esencial de la realidad, o su vacuidad de
categorías y etiquetas absolutas, sino que este desvelamiento, esta ruptura
de esquemas, constituye paradójicamente un medio para devolvernos a la
realidad y poder percibir sin distorsiones sus cualidades desnudas y vivas.
De este modo, a diferencia de las escuelas que siguen la filosofía de la
prajña, el tantrayana ya no dice simplemente que la “forma está vacía” de
etiquetas conceptuales y aferramientos emocionales sino que también es
luminosa, gozosa, dinámica, etcétera, introduciendo la noción de una energía
compartida tanto por la ignorancia como por la sabiduría, tanto por la forma
como por la vacuidad.
Los textos de esta fase de enseñanzas, que comprenden tanto los denominados
tantras (Ghuyasamaja, Chakrasambhara, Hevajra, Kalachakra, etc.) como los
múltiples comentarios (shastras) y liturgias (sadhanas) basadas en ellos,
utilizan la noción de vacuidad de modo secundario y en su lugar emplean muy
frecuentemente términos como tathata (talidad, lo que es), dharmadhatu
(esfera no condicionada de los fenómenos), prabhasvara (clara luz),
mahasukha (gran gozo). A diferencia de los sutras hinayana, que son una
prédica desde el estado iluminado hacia la ignorancia, o de los sutras
mahayana, presentados como un diálogo entre el estado iluminado y la
ignorancia, los tantras transmiten únicamente el punto de vista de la
realización y, en ellos, se considera una premisa que tanto el expositor
como el auditor están iluminados.
Prabhasvara, quizá la noción tántrica fundamental, se traduce frecuentemente
como “mente de clara luz” y se refiere a la capacidad más profunda y sutil
de conciencia con que cuenta el ser humano y que se manifiesta tan sólo en
el momento de la muerte, en el sueño profundo y en la meditación. Por eso,
todas las técnicas tántricas están encaminadas, en última instancia, a la
actualización de esta conciencia especial, también denominada “mente muy
sutil”, que puede captar la realidad sin condicionamientos y que supone, a
nivel psicológico, que el Tantra acentúa el aspecto subjetivo de la
experiencia de shunyata. Es decir, ya no nos presenta una aproximación
teórica a lo que pueda ser shunyata sino que nos habla del modo de acceder
—purificando la energía impura— directamente al estado de conciencia capaz
de experimentar la vacuidad. Con ello, la sabiduría deja considerarse un
logro externo y el practicante pasa del “conocer” la sabiduría a “ser” la
sabiduría.
El ideal espiritual correspondiente a esta fase es el yogui. En la medida en
que el simbolismo es una característica central del Tantra budista, resulta
esencial entender el simbolismo de las distintas imágenes para poder
practicar el tantrayana adecuadamente. Así pues, yogui es aquel que
comprende plenamente los símbolos tántricos que no sólo constituyen la
síntesis de las principales enseñanzas de los sutras sino que también puede
trascender el marco de referencia estrictamente budista y convertirse en un
indicador de nuestro propio estado psicológico. Por eso, conforme el yogui
se torna más sensitivo a las formas y las cualidades de la energía
contenidas en los símbolos tántricos también aprende a percibir con mayor
claridad el significado y simbolismo de cada experiencia vital.
Técnicamente, la práctica del tantrayana se divide en dos partes,
denominadas Fase de Creación (upattikrama) y Fase de Perfección
(sampannakrama). La principal práctica de la Fase de Creación es la
identificación del cuerpo, la palabra, la mente y el entorno con el cuerpo,
palabra, mente y entorno del yidam (deidad meditativa), que no es, por
supuesto, una entidad externa. Yidam es una palabra formada por los términos
tibetanos yid (mente) y dam (consagrar) y, por tanto, es lo que nos permite
sacralizar cada una de las actividades de nuestra mente. Por otro lado, la
práctica del yidam también supone que no debemos suprimir nuestras
peculiaridades temperamentales sino utilizarlas a modo de conexión personal
con el estado del despertar. En consecuencia, se ofrecen diferentes modelos
de deidades adaptados a cada carácter particular.
Gracias a la Fase de Creación, una vez que nos hemos identificado con la
deidad, percibido el entorno como su mandala, los procesos mentales como la
unión del gran gozo y la sabiduría —el estado mental de la deidad—, los
sonidos como su mantra y nuestro cuerpo como su cuerpo, entonces, estaremos
preparados para trabajar con los símbolos más esquemáticos del Estado de
Perfección que son, principalmente, las gotas creativas (bindu, un concepto
similar al kundalini del hinduismo), los vientos o energías (prana) y los
canales (nadi), de los cuales el más importante es el canal central. En el
contexto de la Fase de Perfección se utilizan prácticas como el calor
místico (chandali) y otras técnicas muy similares al hatha-yoga clásico y
también prácticas sexuales. En relación con estas últimas, hay que añadir
que, según los textos clásicos, se utilizan tan sólo cuando el yogui ha
experimentado la “mente de clara luz” y únicamente como un medio más rápido
y eficaz para volver a acceder a ese estado de conciencia.
EL SENDERO ESENCIAL
Pero el camino del budismo no se detiene en las prácticas tántricas de
transformación especial, sino que cuenta también con el sendero “sin forma”,
o el sendero esencial de la liberación espontánea, constituido por el
mahamudra (gran símbolo) y el atiyoga (yoga primordial) que comparten muchos
puntos de vista con el Zen más radical, tal como fue expuesto por Huang Po o
Hui Neng, por ejemplo. El sendero esencial se halla más allá tanto de la
acumulación de acciones positivas como de las distinciones entre Buda y ser
ordinario, entre iluminación e ignorancia, entre lo que es budismo y lo que
no lo es, entre meditación y no meditación.
Los textos encuadrados en esta fase de enseñanza se conocen como
“instrucciones quintaesenciales” (upadesha), transmitidas en gran parte a
través de los cantos de realización (doha) que, a diferencia de los sutras y
los tantras, consisten en poemas espontáneos, compuestos en la lengua
vernácula de cada zona particular, que expresan directamente las
experiencias meditativas del autor. Son bastante conocidos los “Doha del Rey
y de la Reina”, o los “Doha del Pueblo”, ambos de Saraha. Esta tradición
poética se ha conservado inalterable en el budismo tibetano hasta nuestros
días.
El ideal espiritual de esta fase de enseñanzas se denomina mahasiddha (gran
realizado). La cualidad especial del mahasiddha es su habilidad para
utilizar hábilmente todos los aspectos de la vida como un medio de
liberación propia y ajena, debido a lo cual se dice que poseen grandes
poderes mágicos (siddhis), pero la magia implicada aquí no tiene que ver,
como hemos dicho, tanto con fenómenos extraordinarios como con la capacidad
para transmitir y expresar en cada acción lo que es el estado despierto de
la mente.
La noción fundamental del sendero esencial, tanto en el mahamudra y el
atiyoga como en el Zen, se denomina “mente ordinaria”, o “mente natural”
(prakritacitta), término muy empleado en el budismo que significa la
conciencia en su estado natural no distorsionado por ningún dogma, teoría,
opinión, formulación conceptual, más allá del aferramiento y el rechazo y
también de cualquier estados alterado de conciencia. La mente natural no es
algo que pueda mejorar con la virtud ni empeorar con el vicio. Puesto que
está presente en todo momento no necesita ser buscada fuera de nosotros o
producida mediante una práctica especial. Vemos, por tanto, sobrepasadas las
perspectivas y las técnicas empleadas tanto en el Sutra como en el Tantra.
Así, una vez que hemos experimentado la flexibilidad y la pureza esenciales
de todos los fenómenos mediante el tantrayana, ya no se requiere una
práctica elaborada. Como la esencia de la realidad es pura, no hay necesidad
de renunciar a ella ni de transformarla para reconocer su cualidad
nirvánica, sólo hay que descubrirla a través de las manchas accidentales que
la cubren. Por consiguiente, no hay que abandonar, purificar ni transformar
los estados conflictivos sino únicamente percibirlos como una manifestación
espontánea, no-dual y dinámica de nuestra sabiduría más profunda o del mismo
estado de buda.
Generalmente, se enumeran tres tipos de liberación natural de los
pensamientos y emociones. En el primero, los pensamientos se liberan en su
dimensión natural —la verdadera naturaleza de la mente— del mismo modo que
dos viejos amigos se reencuentran tras una larga separación. En el segundo,
que implica menos esfuerzo mental, los pensamientos se liberan en el mismo
instante en que surgen, del mismo modo que el cuerpo de una serpiente se
enrosca y desenrosca simultáneamente. Y en el tercero, el más sutil, los
pensamientos son como los ladrones que entran a robar en una casa
completamente vacía. Se afirma que una persona hábil en la liberación
espontánea de los pensamientos, experimenta placer y dolor, alegría y
sufrimiento, etc., como cualquier otra persona, pero no se siente
condicionado por esas emociones, por las circunstancias externas, o por los
procesos mentales derivados de éstas.
CONCLUSIÓN
Hemos visto cómo cada uno de los vehículos citados representa un tipo
concreto y definido de experiencia y de realización espiritual. En rigor,
desde una perspectiva gradualista podría afirmarse que, para poder apreciar
la “mente ordinaria” del mahamudra o del atiyoga debemos tener un atisbo
experimental previo de la mente de clara luz —el objetivo de la práctica
tántrica de transformación especial—, pero, para poder efectuar las
prácticas de transformación del budismo debemos poseer una sólida
comprensión de shunyata (la ausencia de existencia independiente de todo
tipo de fenómenos) y, por supuesto, para ello, debemos entender anatma (la
ausencia de existencia independiente del sujeto). Así pues, cada principio
filosófico, cada ideal espiritual, cada método específico, cada modo de
exponer el budismo, supone un perfeccionamiento y una profundización del
resto.
Podríamos añadir, para finalizar, que el hinayana establece una dicotomía
insalvable entre samsara y nirvana, un abismo absoluto entre la confusión y
la sabiduría. El paramitayana, con su ideal de iluminación universal, trata
de llevar samsara al nirvana y, para conseguirlo, no duda en sumergirse en
el océano del sufrimiento samsárico, estableciendo, de este modo, un puente
entre ambos estados. Por su parte, el tantrayana, aspira a traer el nirvana
al samsara para transformar a este último en una especie de paraíso búdico
en la tierra. Pero el sendero esencial de mahamudra y atiyoga trasciende
definitivamente cualquier distinción entre samsara y nirvana.
NOTAS
[i].. Los términos Sutra y Tantra no se refieren únicamente a un tipo
concreto de documentos literarios sino también a estilos de enseñanza y a
períodos históricos diferenciados en la difusión del budismo.
[ii].. Véase Abhidharma, de Chögyam Trungpa. (Ed. Kairós; Barcelona,
1989).
[iii].. Si bien, en castellano, adolecemos de textos que expliquen en
profundidad el simbolismo y significado del tantra budista, puede
encontrarse una buena introducción al tema en los libros de Chögyam Trungpa
Más allá del materialismo espiritual (Ed. Edhasa; Madrid, 1985) y El
amanecer del Tantra (Ed. Kairós; Barcelona, 1976), y también, Fundamentos de
la mística tibetana, del Lama Anagorika Govinda (Ed. Eyras; Madrid, 1975).