La meditación
budista es una de las muchas flores que adornan el jardín del
espíritu y no parece sensato, en este sentido, desdeñar a ninguna
variedad floral de dicho jardín, puesto que el color, el perfume y
la textura de cada flor individual la torna hermosa y necesaria en
el conjunto. Más adecuado parece desarrollar un mínimo de
sensibilidad y respeto para poder apreciar con ecuanimidad la
belleza intrínseca de cada una de las flores que crece en el vasto y
abigarrado jardín del espíritu.
El hecho de que en un determinado momento nos detengamos a observar
con más cuidado alguna de esas variedades no significa que
despreciemos al resto, sino que obedece únicamente a la necesidad de
conocer mejor el terreno en que nos estamos moviendo. Y, en este
sentido, a pesar de mi interés e implicación personal con el
budismo, no me atrevería a afirmar jamás que el budismo es una
religión, una doctrina o un sistema filosófico o contemplativo
superior a otros sistemas. Sugerir siquiera que nuestro propio
sistema de creencias o credo particular posee la exclusividad de la
verdad no sólo pasa por alto la naturaleza altamente diversificada
de los distintos temperamentos humanos y también el carácter
insondable de la realidad, sino que es una suerte de imperialismo
intelectual tan odioso como detestable.
No obstante, tampoco cabe duda de que los distintos sistemas
meditativos cuentan con características definitorias propias que los
distinguen del resto. De ese modo, aunque los métodos de meditación
son muy diversos, muy sucintamente podríamos distinguir en ellos dos
grandes categorías: la meditación que persigue la absorción en un
punto (lo que podríamos denominar concentración o "meditación
introspectiva") y la meditación que no depende específicamente de la
concentración (o meditación de "pura atención").
Dentro del primer tipo de meditación podemos incluir todos aquellos
métodos que, como el yoga, tratan de concentrar o de absorber la
mente en un punto, un tema o algún aspecto de la realidad interior o
exterior. La plegaria y la oración, que persiguen la comunicación
con una entidad superior —llámese Dios o de cualquier otra manera—,
también quedarían encuadradas en esta modalidad meditativa, ya que
uno debe concentrarse unidireccionalmente —por medio de la devoción—
en el ideal de su elección hasta acceder a un estado de completa
absorción, donde la actividad sensorial puede quedar incluso
temporalmente en suspenso.
El segundo
tipo de meditación constituye básicamente una toma de
conciencia, una captación instantánea de nuestra condición
actual, que tiene que ver más con el hecho de hallarse
plenamente presente, que algún tipo de técnica mental o
espiritual elaborada. Chögyam Trungpa afirma a este respecto:
"...el concepto de inmediatez desempeña aquí un papel muy
importante... Se haga lo que se haga, sea lo que sea lo que se
está intentando practicar, no tiene como objetivo alcanzar un
estado superior o seguir una teoría o un ideal sino simplemente,
sin objeto ni ambición, intentar ver lo que es ahora... Esta
forma de meditación se basa en tres factores fundamentales:
primero, no centrarse en lo interior; segundo, no sentir ningún
deseo de volverse superior; y tercero, identificarse por
completo con el aquí y ahora" (La meditación en la acción).
La genuina meditación budista, pues, no se basa en la
concentración sino que utiliza, a lo sumo, los estados
preliminares de ésta para flexibilizar y disponer la mente con
el fin de acceder a una conciencia lo más descondicionada y
libre posible de nuestra propia situación. En ese sentido, por
ejemplo, el budismo utiliza la concentración de un modo parcial
y la aplica principalmente a la percepción ecuánime de los
procesos naturales que tienen lugar tanto en el interior como en
el exterior del propio cuerpo-mente, sin conceder, dicho sea de
paso, mayor valor a los unos que a los otros.
Desde esta perspectiva, no existe una diferencia sustancial
entre el exterior y el interior ya que, desde el punto de vista
estricto de la atención o de la conciencia despierta, ambos
polos se mantienen en un mismo nivel de percepción. Esa actitud
de ecuanimidad con relación al exterior y al interior se expresa
mediante la posición en que sitúan los ojos durante la
meditación que, con mayor o menor énfasis, todas las escuelas
budistas recomiendan mantener semiabiertos o completamente
abiertos.
Así, por ejemplo, en la tradición theravada —y también en el
zen— se recomienda fijar la vista en el suelo, a unos cuantos
centímetros de distancia (simbolizando de este modo que los
sentidos permanecen semiabiertos), mientras que el mahamudra
tibetano —más radical a este respecto— recomienda mantener los
ojos completamente abiertos porque, según se afirma, todas las
las experiencias sensoriales deben integrarse en la meditación.
Y, en el dzogchen, por su parte, se contempla el espacio vacío
del cielo puesto que éste no se halla separado del espacio
natural de la mente. La misma apertura se debe aplicar también
al resto de los sentidos.
La meditación budista tampoco trata de fomentar el dualismo
cuerpo/mente, materia/espíritu, yo/otro, etc. A este respecto se
afirma, por ejemplo, que el cuerpo y la mente de un ser
iluminado jamás se separan. Sólo se produce una separación
aparente entre la mente y el cuerpo en el ámbito de la
experiencia dual.
En contra de lo que generalmente se supone, en este tipo de
meditación, no se pretende alcanzar una condición de relajación
o de paz interior —aunque no se desestima a priori como tampoco
se rechaza ningún otro estado mental— sino que se trata, más
bien, de potenciar un estado de alerta, atención y vigilancia,
un estado, por así decirlo, de completa disposición y apertura.
Y no podría ser de otro modo ya que la plena conciencia, más
allá de toda proyección o idealización, de nuestra situación
presente es el primer paso en el camino budista. Por eso, el
budismo nos enseña a permanecer alertas, a estar presentes y ser
conscientes con todo nuestro ser, con los sentidos, el vientre,
el corazón y la cabeza.
En un sentido profundo, y citando el Sutra del Diamante,
si se persigue algo es el desarrollo de "una mente que no mora
en nada", es decir, descubrir aquella cualidad de nuestro ser
que no se aferra a ningún contenido, ni siquiera a la noción de
no aferrarse. Es lo que, en el budismo zen, se conoce como
"soltar la presa". Y ese desprendimiento pasa también, cómo no,
por el desapego de todas las experiencias más o menos profundas
que pueda proporcionarnos la práctica espiritual.
La meditación budista tampoco supone una regresión a estadios
infantiles o preconscientes y, por lo mismo, no niega el
intelecto ni persigue un mero vaciamiento de la conciencia o un
estado de mente en blanco. De ese modo, podemos leer: "Nuestra
escuela utiliza el pensamiento como camino de meditación" (IX
Karmapa)
Este tipo de meditación tiende a difuminar cualquier distinción
entre meditación y no-meditación y, por eso, se debe mantener la
atención sentado, de pie, andando, acostado, comiendo, haciendo
el amor, durmiendo. Así, el último estadio del camino budista se
denomina "no-meditación" o "no-más-aprendizaje". De ese modo,
este camino, que parte desde el estado de no-meditación del ser
humano ordinario, que pasa por el estado de meditación del
practicante, que dedica años y años de su vida a la disciplina
meditativa y que culmina en el estado de no-meditación del Buda,
es comparable a aquel famoso proverbio zen que dice: "Antes de
estudiar budismo los árboles eran árboles y las montañas
montañas. Cuando empecé a estudiar budismo los árboles dejaron
de ser árboles y las montañas dejaron de ser montañas. Y ahora
que he completado mi estudio, las montañas vuelven a ser
montañas y los árboles vuelven a ser árboles".
En un texto tradicional podemos leer: "Confesamos el no haber
sido capaces de reconocer nuestra auténtica naturaleza", lo cual
nos recuerda el dicho socrático de que, en todo caso, el único
pecado es la ignorancia. Desde esta perspectiva, el
desconocimiento de nuestra verdadera naturaleza original sería
la raíz de todas las emociones y situaciones conflictivas
mientras que su reconocimiento no sólo es el principio de las
cualidades positivas sino el punto de referencia último de toda
conducta. No podemos condenar a los demás tratando de que hagan
o dejen de hacer esto o aquello Lo único que podemos hacer en
cualquier caso es proporcionarles los medios adecuados para que
se conozcan a sí mismos de la manera más descondicionada
posible.
La oración budista no es una súplica sino que constituye,
esencialmente, una clarificación de nuestra propia intención. Es
nuestra verdadera naturaleza rezando a nuestra verdadera
naturaleza o expresándose, sencillamente, a través de la
oración. Es una plegaria vacía carente de sujeto y objeto No
busca satisfacer deseos personales y no aspira al conocimiento
por sí mismo, si no es para poder ayudar a todos los seres
porque los seres vivientes son los auténticos dioses del
budismo.
La meta de la meditación budista es, paradójicamente, una
no-meta ya que sólo aspira a la naturalidad y la espontaneidad.
Por decirlo de algún modo, la meta es ser plenamente lo que ya
somos. En realidad —y esto es aplicable a todas las tradiciones
espirituales— ningún libro, por sabio que sea, ninguna enseñanza
profunda o secreta, ninguna cantidad preestablecida de años de
práctica espiritual, pueden asegurar la felicidad, la
realización, el conocimiento o la iluminación porque la
iluminación, o como quiera que la llamemos, es inasible e
insondable y no es producto, del cálculo, las expectativas, la
premeditación o la búsqueda deliberada.
En la aplicación de la meditación budista no hay una división
estricta entre el camino y la meta, entre el método y el
resultado: "zazen es satori", decía Dogen. El punto de partida,
el camino y la meta es ser lo que uno es desde siempre. No hay
que buscar estados o experiencias nuevas, sino ver lo que ya
somos a través de la transparencia de nuestra conciencia
inmediata.