MEDITACIÓN BUDISTA
 


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Fernando Mora Zahonero

 
La meditación budista es una de las muchas flores que adornan el jardín del espíritu y no parece sensato, en este sentido, desdeñar a ninguna variedad floral de dicho jardín, puesto que el color, el perfume y la textura de cada flor individual la torna hermosa y necesaria en el conjunto. Más adecuado parece desarrollar un mínimo de sensibilidad y respeto para poder apreciar con ecuanimidad la belleza intrínseca de cada una de las flores que crece en el vasto y abigarrado jardín del espíritu.

El hecho de que en un determinado momento nos detengamos a observar con más cuidado alguna de esas variedades no significa que despreciemos al resto, sino que obedece únicamente a la necesidad de conocer mejor el terreno en que nos estamos moviendo. Y, en este sentido, a pesar de mi interés e implicación personal con el budismo, no me atrevería a afirmar jamás que el budismo es una religión, una doctrina o un sistema filosófico o contemplativo superior a otros sistemas. Sugerir siquiera que nuestro propio sistema de creencias o credo particular posee la exclusividad de la verdad no sólo pasa por alto la naturaleza altamente diversificada de los distintos temperamentos humanos y también el carácter insondable de la realidad, sino que es una suerte de imperialismo intelectual tan odioso como detestable.

No obstante, tampoco cabe duda de que los distintos sistemas meditativos cuentan con características definitorias propias que los distinguen del resto. De ese modo, aunque los métodos de meditación son muy diversos, muy sucintamente podríamos distinguir en ellos dos grandes categorías: la meditación que persigue la absorción en un punto (lo que podríamos denominar concentración o "meditación introspectiva") y la meditación que no depende específicamente de la concentración (o meditación de "pura atención").

Dentro del primer tipo de meditación podemos incluir todos aquellos métodos que, como el yoga, tratan de concentrar o de absorber la mente en un punto, un tema o algún aspecto de la realidad interior o exterior. La plegaria y la oración, que persiguen la comunicación con una entidad superior —llámese Dios o de cualquier otra manera—, también quedarían encuadradas en esta modalidad meditativa, ya que uno debe concentrarse unidireccionalmente —por medio de la devoción— en el ideal de su elección hasta acceder a un estado de completa absorción, donde la actividad sensorial puede quedar incluso temporalmente en suspenso.

 

El segundo tipo de meditación constituye básicamente una toma de conciencia, una captación instantánea de nuestra condición actual, que tiene que ver más con el hecho de hallarse plenamente presente, que algún tipo de técnica mental o espiritual elaborada. Chögyam Trungpa afirma a este respecto:

"...el concepto de inmediatez desempeña aquí un papel muy importante... Se haga lo que se haga, sea lo que sea lo que se está intentando practicar, no tiene como objetivo alcanzar un estado superior o seguir una teoría o un ideal sino simplemente, sin objeto ni ambición, intentar ver lo que es ahora... Esta forma de meditación se basa en tres factores fundamentales: primero, no centrarse en lo interior; segundo, no sentir ningún deseo de volverse superior; y tercero, identificarse por completo con el aquí y ahora" (La meditación en la acción).

La genuina meditación budista, pues, no se basa en la concentración sino que utiliza, a lo sumo, los estados preliminares de ésta para flexibilizar y disponer la mente con el fin de acceder a una conciencia lo más descondicionada y libre posible de nuestra propia situación. En ese sentido, por ejemplo, el budismo utiliza la concentración de un modo parcial y la aplica principalmente a la percepción ecuánime de los procesos naturales que tienen lugar tanto en el interior como en el exterior del propio cuerpo-mente, sin conceder, dicho sea de paso, mayor valor a los unos que a los otros.

Desde esta perspectiva, no existe una diferencia sustancial entre el exterior y el interior ya que, desde el punto de vista estricto de la atención o de la conciencia despierta, ambos polos se mantienen en un mismo nivel de percepción. Esa actitud de ecuanimidad con relación al exterior y al interior se expresa mediante la posición en que sitúan los ojos durante la meditación que, con mayor o menor énfasis, todas las escuelas budistas recomiendan mantener semiabiertos o completamente abiertos.

Así, por ejemplo, en la tradición theravada —y también en el zen— se recomienda fijar la vista en el suelo, a unos cuantos centímetros de distancia (simbolizando de este modo que los sentidos permanecen semiabiertos), mientras que el mahamudra tibetano —más radical a este respecto— recomienda mantener los ojos completamente abiertos porque, según se afirma, todas las las experiencias sensoriales deben integrarse en la meditación. Y, en el dzogchen, por su parte, se contempla el espacio vacío del cielo puesto que éste no se halla separado del espacio natural de la mente. La misma apertura se debe aplicar también al resto de los sentidos.

La meditación budista tampoco trata de fomentar el dualismo cuerpo/mente, materia/espíritu, yo/otro, etc. A este respecto se afirma, por ejemplo, que el cuerpo y la mente de un ser iluminado jamás se separan. Sólo se produce una separación aparente entre la mente y el cuerpo en el ámbito de la experiencia dual.

En contra de lo que generalmente se supone, en este tipo de meditación, no se pretende alcanzar una condición de relajación o de paz interior —aunque no se desestima a priori como tampoco se rechaza ningún otro estado mental— sino que se trata, más bien, de potenciar un estado de alerta, atención y vigilancia, un estado, por así decirlo, de completa disposición y apertura. Y no podría ser de otro modo ya que la plena conciencia, más allá de toda proyección o idealización, de nuestra situación presente es el primer paso en el camino budista. Por eso, el budismo nos enseña a permanecer alertas, a estar presentes y ser conscientes con todo nuestro ser, con los sentidos, el vientre, el corazón y la cabeza.

En un sentido profundo, y citando el Sutra del Diamante, si se persigue algo es el desarrollo de "una mente que no mora en nada", es decir, descubrir aquella cualidad de nuestro ser que no se aferra a ningún contenido, ni siquiera a la noción de no aferrarse. Es lo que, en el budismo zen, se conoce como "soltar la presa". Y ese desprendimiento pasa también, cómo no, por el desapego de todas las experiencias más o menos profundas que pueda proporcionarnos la práctica espiritual.

La meditación budista tampoco supone una regresión a estadios infantiles o preconscientes y, por lo mismo, no niega el intelecto ni persigue un mero vaciamiento de la conciencia o un estado de mente en blanco. De ese modo, podemos leer: "Nuestra escuela utiliza el pensamiento como camino de meditación" (IX Karmapa)

Este tipo de meditación tiende a difuminar cualquier distinción entre meditación y no-meditación y, por eso, se debe mantener la atención sentado, de pie, andando, acostado, comiendo, haciendo el amor, durmiendo. Así, el último estadio del camino budista se denomina "no-meditación" o "no-más-aprendizaje". De ese modo, este camino, que parte desde el estado de no-meditación del ser humano ordinario, que pasa por el estado de meditación del practicante, que dedica años y años de su vida a la disciplina meditativa y que culmina en el estado de no-meditación del Buda, es comparable a aquel famoso proverbio zen que dice: "Antes de estudiar budismo los árboles eran árboles y las montañas montañas. Cuando empecé a estudiar budismo los árboles dejaron de ser árboles y las montañas dejaron de ser montañas. Y ahora que he completado mi estudio, las montañas vuelven a ser montañas y los árboles vuelven a ser árboles".

En un texto tradicional podemos leer: "Confesamos el no haber sido capaces de reconocer nuestra auténtica naturaleza", lo cual nos recuerda el dicho socrático de que, en todo caso, el único pecado es la ignorancia. Desde esta perspectiva, el desconocimiento de nuestra verdadera naturaleza original sería la raíz de todas las emociones y situaciones conflictivas mientras que su reconocimiento no sólo es el principio de las cualidades positivas sino el punto de referencia último de toda conducta. No podemos condenar a los demás tratando de que hagan o dejen de hacer esto o aquello Lo único que podemos hacer en cualquier caso es proporcionarles los medios adecuados para que se conozcan a sí mismos de la manera más descondicionada posible.

La oración budista no es una súplica sino que constituye, esencialmente, una clarificación de nuestra propia intención. Es nuestra verdadera naturaleza rezando a nuestra verdadera naturaleza o expresándose, sencillamente, a través de la oración. Es una plegaria vacía carente de sujeto y objeto No busca satisfacer deseos personales y no aspira al conocimiento por sí mismo, si no es para poder ayudar a todos los seres porque los seres vivientes son los auténticos dioses del budismo.

La meta de la meditación budista es, paradójicamente, una no-meta ya que sólo aspira a la naturalidad y la espontaneidad. Por decirlo de algún modo, la meta es ser plenamente lo que ya somos. En realidad —y esto es aplicable a todas las tradiciones espirituales— ningún libro, por sabio que sea, ninguna enseñanza profunda o secreta, ninguna cantidad preestablecida de años de práctica espiritual, pueden asegurar la felicidad, la realización, el conocimiento o la iluminación porque la iluminación, o como quiera que la llamemos, es inasible e insondable y no es producto, del cálculo, las expectativas, la premeditación o la búsqueda deliberada.

En la aplicación de la meditación budista no hay una división estricta entre el camino y la meta, entre el método y el resultado: "zazen es satori", decía Dogen. El punto de partida, el camino y la meta es ser lo que uno es desde siempre. No hay que buscar estados o experiencias nuevas, sino ver lo que ya somos a través de la transparencia de nuestra conciencia inmediata.