Si la muerte es, tal como afirmaban los antiguos filósofos clásicos,
la piedra de toque de toda filosofía, entonces, el budismo tibetano
es filosofía por antonomasia. La tradición tibetana concede una
importancia extrema al proceso de la muerte ya que, en su opinión,
constituye el momento decisivo de la existencia. Es como si la vida
entera estuviera destinada —en lo externo y en lo interno— a ser
sometida a prueba en este tránsito crucial.
El principal mensaje subyacente a este énfasis sobre el momento de la muerte radica en la idea —genuinamente budista— de que el ser humano no tiene por qué estar sometido de forma pasiva a una serie de acontecimientos incontrolables, sino que puede ejercer algún tipo de acción en cualquier circunstancia, por más difícil que parezca ésta, incluso en un momento tan delicado como es el de abandonar la vida.
Un somero repaso a las manifestaciones exhibidas por algunos practicantes de meditación durante el proceso de la muerte nos proporcionará una idea de lo rica en prodigios que es la tradición tibetana en este sentido. Todos estos hechos aparentemente sorprendentes nos enseñan, en definitiva, que la realidad en que vivimos no es algo inalterable, sólido o permanente, sino que es moldeable hasta extremos que, a los ojos ordinarios, parecen totalmente imposibles.
Pero tal como dijo el actual Dalai Lama, no se trata tan sólo de relatos de "ciencia-ficción religiosa" sino de testimonios fidedignos que nos trasmiten el esperanzador mensaje de que, desde épocas inmemoriales, los seres humanos hemos gozado de una tecnología espiritual capaz de vencer nuestras habituales limitaciones espaciotemporales.
En lo que concierne a las manifestaciones mostradas por los meditadores tibetanos durante el tránsito de la muerte hay que decir que, en primer lugar, si la práctica meditativa ha sido llevada a cabo correctamente, aunque no se haya sido capaz de alcanzar la liberación o la iluminación completa, en el momento de la muerte se carecerá, como mínimo, de cualquier motivo de pesar o de temor.
Según la tradición, las personas que carecen de todo temor ante la muerte evidencian cuatro signos. De este modo, como un ciervo, gozan de retirarse a la soledad para morir completamente en paz; como un león impávido, no carecen de todo temor a lo que pueda sobrevenirles; como un mendigo, no se preocupan por las condiciones externas y, aunque mueran en medio de la calle, no sienten ningún pesar por ello; y, por último, como un niño pequeño que carece de todo tipo de ideas preconcebidas, permanecen desapegados tanto de la muerte como de la vida.
El budismo no deja a nada al azar ni priva a nadie de oportunidades y es consciente de que el miedo a la muerte puede ser muy difícil de superar. Por esa razón, existen ciertos métodos, como el phowa —o la transferencia de la conciencia, también conocida como «iluminación sin meditación»—, que permiten, al menos teóricamente, dirigir la conciencia en el momento de la muerte hacia un reino puro o un paraíso búdico.
Los tibetanos organizan cada año multitudinarios festivales de práctica de phowa, cuyo objetivo es el de entrenarse antes del momento de la muerte en la apertura de la puerta psíquica por donde la conciencia deberá abandonar el cuerpo. Hay que añadir que el signo de que se ha logrado la pericia en la práctica es un diminuto orificio que aparece en la cúspide del cráneo del practicante, orificio en donde se inserta un tallo de hierba que, a veces, se mantiene ahí durante varios días como prueba de éxito en esta singular práctica.
Pero lo más importante es que, tal como sugieren multitud de testimonios, quienes llevan hasta sus últimas consecuencias las enseñanzas budistas son capaces de disolver completamente su cuerpo material, reabsorbiendo todos los elementos materiales en su fuente luminosa original. Este tipo de logro se conoce como "cuerpo de arco iris" (ja-lus), cuya manifestación más ostensible tiene lugar paralelamente al proceso de la muerte, cuando los huesos, la carne, la sangre y el resto de componentes del organismo burdo se transforman en la pura esencia de sus elementos constitutivos y se diluyen en la Clara Luz, dejando tras de sí únicamente algunos vestigios materiales como el cabello y las uñas. Este proceso de disolución gradual puede prolongarse durante más de una semana.
Tal como afirma Dudjom Rimpoche —cabeza de la escuela Nyingmapa [antigua] del budismo tibetano—, sería imposible enumerar a todos aquellos que han alcanzado el cuerpo de arco iris gracias a las enseñanzas del Dzogchen [Gran perfección: las enseñanzas más esotéricas del budismo tibetano a las que pertenece, por cierto, el Bardo Thödol]. No se trata, pues, de meras leyendas trasnochadas ya que existen testimonios altamente fiables de que, en nuestra época, también han sido varios los individuos que han alcanzado tan insólito logro.
Uno de los últimos testimonios referentes a este tipo de realización —que alcanzó gran difusión en su momento en el Tíbet— nos lo transmite el maestro tibetano Namkhai Norbu Rimpoche —residente actualmente en Italia— y que ocurrió en 1952. El protagonista fue un individuo llamado Sönam Namgyal de la familia de Tag-rong, del valle de Yidlhung, sito en la región de Kham. Tras haberse dedicado a la actividad de la caza en su juventud, Sönam Namgyal recibió enseñanzas de Dzogchen de algunos maestros muy importantes, abandonando su ocupación habitual y entregándose intensamente a la práctica meditativa sin que sus vecinos llegaran a advertir jamás su grado de dedicación. Sönam Namgyal se ganaba la vida tallando imágenes religiosas sobre las rocas y nadie podía suponer que era una persona especial hasta que, a los setenta y nueve años de edad, enfermó gravemente y falleció.
Un lama que se hallaba presente dijo que se debía tratar con especial atención a aquel cadáver pero los parientes no entendieron bien a que se refería, así que prepararon el cuerpo para el funeral del mismo modo que se hubiera hecho con cualquier persona. Sin embargo, pronto comenzaron a advertir en torno al cuerpo luces de arco iris y cómo éste iba disminuyendo de tamaño. Fue entonces cuando los presentes se percataron de que el difunto debía haber alcanzado algún tipo de realización espiritual. Transcurridos un par de días más —concluye el relato—, sólo restaban los cabellos y las uñas, un signo que indica la realización del cuerpo de arco iris. El evento alcanzó una difusión notable porque se trataba de una persona ordinaria de la que nadie sospechaba su nivel de realización.
El siguiente testimonio también nos los proporciona Namkhai Norbu Rimpoche. Según explica, alrededor del año 1949, cierto monje —perteneciente a un monasterio de la orden Sakya— fue expulsado de su comunidad tras ser reprendido públicamente por mantener relaciones amorosas con una joven. Desolado y sin hogar, esta persona se dedicó a vagabundear hasta que arribó a la zona noroeste del Tíbet, donde tuvo la fortuna de encontrarse con Sangpa Drubchen, un maestro de Dzogchen que tenía doce hijos, todos ellos practicantes de meditación, que vivían al estilo nómada tibetano cuidando del ganado y desplazándose continuamente de una región a otra.
Tras pasar varios años trabajando y estudiando con este maestro, el antiguo monje retornó al área en donde se hallaba su monasterio, pero no fue readmitido y se estableció en las cercanías en una pequeña cabaña dedicando la mayor parte del tiempo a meditar y a cuidar de un pequeño rebaño. Y así vivió varios años hasta que, una mañana, el exmonje anunció repentinamente que iba a morir en el plazo de siete días.
Se encerró entonces en una habitación durante la siguiente semana. Al amanecer del octavo día, muchos monjes y dignatarios locales acudieron al lugar presas de la curiosidad, a pesar de haberlo criticado duramente en el pasado, y, al abrir la puerta de la estancia, sólo pudieron recoger atónitos los cabellos y las uñas del antiguo monje. Y, entonces, decidieron construir una stupa de oro en el interior del monasterio para venerar adecuadamente sus reliquias.
El tercer caso también procede de Namkhai Norbu Rimpoche. Según relata, en 1952, en la zona del Tíbet donde él había nacido, vivía un anciano quien, en su juventud, había sido durante algunos años el asistente de un maestro de Dzogchen y había escuchado de él numerosas enseñanzas. Al morir este maestro, el hombre abandonó el lugar, contrajo matrimonio y comenzó a ganarse la vida muy modestamente esculpiendo oraciones y mantras en las rocas. Pasaron los años y nadie le prestó atención o pensó siquiera que fuera un practicante espiritual.
Sin embargo, cierto día, el hombre —ya anciano— anunció su muerte para una semana después y envió un mensaje a su hijo, que era monje, diciéndole que deseaba dejar todas sus posesiones como un ofrecimiento al monasterio donde su hijo se hallaba retirado. El monasterio difundió la noticia de que el anciano había anunciado su propia muerte y de que permanecería encerrado durante la semana que precedería al suceso. De este modo, fue mucha la gente que se acercó al lugar y el hecho acabó convirtiéndose en un evento público. Se congregaron representantes de todas las escuelas budistas, de los grandes monasterios e incluso miembros de la administración china, casi todos ellos militares. Cuando se abrió la puerta de la habitación en la que había permanecido el anciano, todos pudieron testificar que, en su interior, no había ningún cadáver sino tan sólo las uñas y un puñado de cabellos.
En la tradición autóctona del Tíbet, el Bön, también existen testimonios muy actuales a este respecto. Así, por ejemplo, Lopön Tenzin Namdak relata el caso de tres estudiantes de un afamado maestro de esta tradición que permanecieron juntos recibiendo las instrucciones del Dzogchen hasta que, en 1959, a causa de la invasión china de esa zona del Tíbet, se dispersaron por diferentes regiones.
El primero de ellos, un individuo llamado Tsultrim, desapareció durante el turbulento período de la Revolución —ultural. El segundo estudiante, de nombre Tsewang Dechen Nyingpo, fue ocultado por unos aldeanos durante la misma época, pero cayó gravemente enfermo y falleció en su escondite. A partir de ese momento, su cuerpo fue disminuyendo de tamaño a lo largo de diez días hasta quedar reducido a unos pocos centímetros, siendo introducidos los restos en el interior de una jarra y ahí permanecieron hasta que, en 1984, debido a la relativa libertad religiosa promovida por los chinos, fueron mostrados por primera vez en público. El tercer discípulo, Tsupo Özer, también falleció en Tíbet en 1983 y, tras un intervalo de una semana, su cuerpo se redujo considerablemente, siendo guardado junto a los restos del anterior estudiante durante algunos meses.
Posteriormente, ambos cuerpos fueron trasladados a Nepal para ser incinerados públicamente en Katmandú, un evento al que asistieron más de diez mil personas. Según relatan los monjes que transportaron los restos desde Tíbet a Nepal, ambos cuerpos se hallaban sentados en la postura del loto y eran sumamente ligeros. Uno de los monjes, que se encontraba presente cuando Tsupo Özer falleció, añade que, durante el proceso de su muerte, aparecieron numerosos arco iris en torno a la casa donde se encontraba. Pero, quizá, lo más sorprendente es que Tsupo Özer era un inveterado bebedor de cerveza tibetana y nadie le tenía por un practicante modélico.
Pero no todos los cuerpos de los meditadores que han alcanzado la más alta realización del Dzogchen se disuelven en luz sino que, en ocasiones, también pueden dejar tras de sí un tipo de reliquias conocidas en tibetano como gdün y ringsel, que suelen ser consideradas como supremos objetos de veneración. Como norma general, los individuos que alcanzan alguna de las realizaciones del Dzogchen pero no disuelven su cuerpo en la hora de la muerte, siempre manifiestan en dicho tránsito ciertas señales inequívocas que Kunkhyen Jigme Lingpa, un erudito clásico tibetano, sumariza en cuatro tipos de signos: (a) luces, sonidos, (b) imágenes [las formas de las deidades aparecen inscritas en los huesos], (c) gdün y ringsel ["perlas" cuyo tamaño oscila desde el tamaño de un guisante hasta el de una semilla de mostaza], o bien (d) se producen temblores sísmicos.
El principal mensaje subyacente a este énfasis sobre el momento de la muerte radica en la idea —genuinamente budista— de que el ser humano no tiene por qué estar sometido de forma pasiva a una serie de acontecimientos incontrolables, sino que puede ejercer algún tipo de acción en cualquier circunstancia, por más difícil que parezca ésta, incluso en un momento tan delicado como es el de abandonar la vida.
Un somero repaso a las manifestaciones exhibidas por algunos practicantes de meditación durante el proceso de la muerte nos proporcionará una idea de lo rica en prodigios que es la tradición tibetana en este sentido. Todos estos hechos aparentemente sorprendentes nos enseñan, en definitiva, que la realidad en que vivimos no es algo inalterable, sólido o permanente, sino que es moldeable hasta extremos que, a los ojos ordinarios, parecen totalmente imposibles.
Pero tal como dijo el actual Dalai Lama, no se trata tan sólo de relatos de "ciencia-ficción religiosa" sino de testimonios fidedignos que nos trasmiten el esperanzador mensaje de que, desde épocas inmemoriales, los seres humanos hemos gozado de una tecnología espiritual capaz de vencer nuestras habituales limitaciones espaciotemporales.
En lo que concierne a las manifestaciones mostradas por los meditadores tibetanos durante el tránsito de la muerte hay que decir que, en primer lugar, si la práctica meditativa ha sido llevada a cabo correctamente, aunque no se haya sido capaz de alcanzar la liberación o la iluminación completa, en el momento de la muerte se carecerá, como mínimo, de cualquier motivo de pesar o de temor.
Según la tradición, las personas que carecen de todo temor ante la muerte evidencian cuatro signos. De este modo, como un ciervo, gozan de retirarse a la soledad para morir completamente en paz; como un león impávido, no carecen de todo temor a lo que pueda sobrevenirles; como un mendigo, no se preocupan por las condiciones externas y, aunque mueran en medio de la calle, no sienten ningún pesar por ello; y, por último, como un niño pequeño que carece de todo tipo de ideas preconcebidas, permanecen desapegados tanto de la muerte como de la vida.
El budismo no deja a nada al azar ni priva a nadie de oportunidades y es consciente de que el miedo a la muerte puede ser muy difícil de superar. Por esa razón, existen ciertos métodos, como el phowa —o la transferencia de la conciencia, también conocida como «iluminación sin meditación»—, que permiten, al menos teóricamente, dirigir la conciencia en el momento de la muerte hacia un reino puro o un paraíso búdico.
Los tibetanos organizan cada año multitudinarios festivales de práctica de phowa, cuyo objetivo es el de entrenarse antes del momento de la muerte en la apertura de la puerta psíquica por donde la conciencia deberá abandonar el cuerpo. Hay que añadir que el signo de que se ha logrado la pericia en la práctica es un diminuto orificio que aparece en la cúspide del cráneo del practicante, orificio en donde se inserta un tallo de hierba que, a veces, se mantiene ahí durante varios días como prueba de éxito en esta singular práctica.
Pero lo más importante es que, tal como sugieren multitud de testimonios, quienes llevan hasta sus últimas consecuencias las enseñanzas budistas son capaces de disolver completamente su cuerpo material, reabsorbiendo todos los elementos materiales en su fuente luminosa original. Este tipo de logro se conoce como "cuerpo de arco iris" (ja-lus), cuya manifestación más ostensible tiene lugar paralelamente al proceso de la muerte, cuando los huesos, la carne, la sangre y el resto de componentes del organismo burdo se transforman en la pura esencia de sus elementos constitutivos y se diluyen en la Clara Luz, dejando tras de sí únicamente algunos vestigios materiales como el cabello y las uñas. Este proceso de disolución gradual puede prolongarse durante más de una semana.
Tal como afirma Dudjom Rimpoche —cabeza de la escuela Nyingmapa [antigua] del budismo tibetano—, sería imposible enumerar a todos aquellos que han alcanzado el cuerpo de arco iris gracias a las enseñanzas del Dzogchen [Gran perfección: las enseñanzas más esotéricas del budismo tibetano a las que pertenece, por cierto, el Bardo Thödol]. No se trata, pues, de meras leyendas trasnochadas ya que existen testimonios altamente fiables de que, en nuestra época, también han sido varios los individuos que han alcanzado tan insólito logro.
Uno de los últimos testimonios referentes a este tipo de realización —que alcanzó gran difusión en su momento en el Tíbet— nos lo transmite el maestro tibetano Namkhai Norbu Rimpoche —residente actualmente en Italia— y que ocurrió en 1952. El protagonista fue un individuo llamado Sönam Namgyal de la familia de Tag-rong, del valle de Yidlhung, sito en la región de Kham. Tras haberse dedicado a la actividad de la caza en su juventud, Sönam Namgyal recibió enseñanzas de Dzogchen de algunos maestros muy importantes, abandonando su ocupación habitual y entregándose intensamente a la práctica meditativa sin que sus vecinos llegaran a advertir jamás su grado de dedicación. Sönam Namgyal se ganaba la vida tallando imágenes religiosas sobre las rocas y nadie podía suponer que era una persona especial hasta que, a los setenta y nueve años de edad, enfermó gravemente y falleció.
Un lama que se hallaba presente dijo que se debía tratar con especial atención a aquel cadáver pero los parientes no entendieron bien a que se refería, así que prepararon el cuerpo para el funeral del mismo modo que se hubiera hecho con cualquier persona. Sin embargo, pronto comenzaron a advertir en torno al cuerpo luces de arco iris y cómo éste iba disminuyendo de tamaño. Fue entonces cuando los presentes se percataron de que el difunto debía haber alcanzado algún tipo de realización espiritual. Transcurridos un par de días más —concluye el relato—, sólo restaban los cabellos y las uñas, un signo que indica la realización del cuerpo de arco iris. El evento alcanzó una difusión notable porque se trataba de una persona ordinaria de la que nadie sospechaba su nivel de realización.
El siguiente testimonio también nos los proporciona Namkhai Norbu Rimpoche. Según explica, alrededor del año 1949, cierto monje —perteneciente a un monasterio de la orden Sakya— fue expulsado de su comunidad tras ser reprendido públicamente por mantener relaciones amorosas con una joven. Desolado y sin hogar, esta persona se dedicó a vagabundear hasta que arribó a la zona noroeste del Tíbet, donde tuvo la fortuna de encontrarse con Sangpa Drubchen, un maestro de Dzogchen que tenía doce hijos, todos ellos practicantes de meditación, que vivían al estilo nómada tibetano cuidando del ganado y desplazándose continuamente de una región a otra.
Tras pasar varios años trabajando y estudiando con este maestro, el antiguo monje retornó al área en donde se hallaba su monasterio, pero no fue readmitido y se estableció en las cercanías en una pequeña cabaña dedicando la mayor parte del tiempo a meditar y a cuidar de un pequeño rebaño. Y así vivió varios años hasta que, una mañana, el exmonje anunció repentinamente que iba a morir en el plazo de siete días.
Se encerró entonces en una habitación durante la siguiente semana. Al amanecer del octavo día, muchos monjes y dignatarios locales acudieron al lugar presas de la curiosidad, a pesar de haberlo criticado duramente en el pasado, y, al abrir la puerta de la estancia, sólo pudieron recoger atónitos los cabellos y las uñas del antiguo monje. Y, entonces, decidieron construir una stupa de oro en el interior del monasterio para venerar adecuadamente sus reliquias.
El tercer caso también procede de Namkhai Norbu Rimpoche. Según relata, en 1952, en la zona del Tíbet donde él había nacido, vivía un anciano quien, en su juventud, había sido durante algunos años el asistente de un maestro de Dzogchen y había escuchado de él numerosas enseñanzas. Al morir este maestro, el hombre abandonó el lugar, contrajo matrimonio y comenzó a ganarse la vida muy modestamente esculpiendo oraciones y mantras en las rocas. Pasaron los años y nadie le prestó atención o pensó siquiera que fuera un practicante espiritual.
Sin embargo, cierto día, el hombre —ya anciano— anunció su muerte para una semana después y envió un mensaje a su hijo, que era monje, diciéndole que deseaba dejar todas sus posesiones como un ofrecimiento al monasterio donde su hijo se hallaba retirado. El monasterio difundió la noticia de que el anciano había anunciado su propia muerte y de que permanecería encerrado durante la semana que precedería al suceso. De este modo, fue mucha la gente que se acercó al lugar y el hecho acabó convirtiéndose en un evento público. Se congregaron representantes de todas las escuelas budistas, de los grandes monasterios e incluso miembros de la administración china, casi todos ellos militares. Cuando se abrió la puerta de la habitación en la que había permanecido el anciano, todos pudieron testificar que, en su interior, no había ningún cadáver sino tan sólo las uñas y un puñado de cabellos.
En la tradición autóctona del Tíbet, el Bön, también existen testimonios muy actuales a este respecto. Así, por ejemplo, Lopön Tenzin Namdak relata el caso de tres estudiantes de un afamado maestro de esta tradición que permanecieron juntos recibiendo las instrucciones del Dzogchen hasta que, en 1959, a causa de la invasión china de esa zona del Tíbet, se dispersaron por diferentes regiones.
El primero de ellos, un individuo llamado Tsultrim, desapareció durante el turbulento período de la Revolución —ultural. El segundo estudiante, de nombre Tsewang Dechen Nyingpo, fue ocultado por unos aldeanos durante la misma época, pero cayó gravemente enfermo y falleció en su escondite. A partir de ese momento, su cuerpo fue disminuyendo de tamaño a lo largo de diez días hasta quedar reducido a unos pocos centímetros, siendo introducidos los restos en el interior de una jarra y ahí permanecieron hasta que, en 1984, debido a la relativa libertad religiosa promovida por los chinos, fueron mostrados por primera vez en público. El tercer discípulo, Tsupo Özer, también falleció en Tíbet en 1983 y, tras un intervalo de una semana, su cuerpo se redujo considerablemente, siendo guardado junto a los restos del anterior estudiante durante algunos meses.
Posteriormente, ambos cuerpos fueron trasladados a Nepal para ser incinerados públicamente en Katmandú, un evento al que asistieron más de diez mil personas. Según relatan los monjes que transportaron los restos desde Tíbet a Nepal, ambos cuerpos se hallaban sentados en la postura del loto y eran sumamente ligeros. Uno de los monjes, que se encontraba presente cuando Tsupo Özer falleció, añade que, durante el proceso de su muerte, aparecieron numerosos arco iris en torno a la casa donde se encontraba. Pero, quizá, lo más sorprendente es que Tsupo Özer era un inveterado bebedor de cerveza tibetana y nadie le tenía por un practicante modélico.
Pero no todos los cuerpos de los meditadores que han alcanzado la más alta realización del Dzogchen se disuelven en luz sino que, en ocasiones, también pueden dejar tras de sí un tipo de reliquias conocidas en tibetano como gdün y ringsel, que suelen ser consideradas como supremos objetos de veneración. Como norma general, los individuos que alcanzan alguna de las realizaciones del Dzogchen pero no disuelven su cuerpo en la hora de la muerte, siempre manifiestan en dicho tránsito ciertas señales inequívocas que Kunkhyen Jigme Lingpa, un erudito clásico tibetano, sumariza en cuatro tipos de signos: (a) luces, sonidos, (b) imágenes [las formas de las deidades aparecen inscritas en los huesos], (c) gdün y ringsel ["perlas" cuyo tamaño oscila desde el tamaño de un guisante hasta el de una semilla de mostaza], o bien (d) se producen temblores sísmicos.
Hay personas que alcanzan la liberación en esta misma vida y no
necesitan atravesar, por consiguiente, los restantes bardos. Las
enseñanzas del Dzogchen afirman:
Los mejores yoguis poseen diferentes modos de morir: Del mismo modo
que el espacio externo e interno de una vasija se mezclan
indisolublemente cuando ésta se rompe, así también el cuerpo y la
mente se disuelven en la vacuidad del dharmakaya; al igual que el
resplandor de una llama perdura unos instantes tras consumirse ésta,
cuando muere un vidyadhara, colma el espacio con una masa de luz; o,
igual que una dakini, que no deja cuerpo físico tras de sí. Tales
son los tres modos excelentes de morir.
Asimismo, se explica:
Los yoguis mediocres tienen tres modos de morir: Como un niño pequeño, superando cualquier concepto acerca de la muerte; como un mendigo, libre del temor a las condiciones externas; o como un león, en solitarias montañas nevadas, habiendo eliminado todo apego a las circunstancias.
Cuando se es capaz de morir de esta manera, uno cuenta con la evidencia de la realización y ya no necesita, por tanto, que se le recuerden las instrucciones.
Asimismo, se explica:
Los yoguis mediocres tienen tres modos de morir: Como un niño pequeño, superando cualquier concepto acerca de la muerte; como un mendigo, libre del temor a las condiciones externas; o como un león, en solitarias montañas nevadas, habiendo eliminado todo apego a las circunstancias.
Cuando se es capaz de morir de esta manera, uno cuenta con la evidencia de la realización y ya no necesita, por tanto, que se le recuerden las instrucciones.