LOS SABIOS DE LA TUNICA COLOR CIRUELA
En
aquellos
tiempos
vivía
en
China
un
grupo
de
monjes
conocidos
con
el
nombre
de
Sabios
de
la
Túnica
color
Ciruela.
Convertirse
en
un
Sabio
de
la
Túnica
color
Ciruela
exigía
una
gran
disciplina.
Para
los
aspirantes
el
camino
era
difícil
y
duro,
los
días
ingratos
y
las
noches
largas.
El
monasterio
de
los
Sabios
de
la
Túnica
color
Ciruela
estaba
en
las
montañas,
al
noroeste
de
Lo-Yang,
la
capital
de
entonces,
muchos
siglos
antes
de
nuestra
Era.
Los
sabios,
que
eran
treinta
y
tres,
el
mismo
número
de
las
energías
de
la
Tierra,
caminaban
recorriendo
China
desde
un
solsticio
de
invierno
hasta
el
siguiente.
Dondequiera
que
se
detuviesen
al
azar
de
su
camino
se
les
acogía
con
respeto
y
alegría;
la
llegada
de
un
sabio
representaba
buena
suerte
para
un
pueblo.
Todos
los
habitantes
interrumpían
sus
actividades
para
reunirse
a
su
alrededor
en
el
pozo
central.
El
sabio
tomaba
asiento
en
el
brocal
del
pozo
y,
según
las
circunstancias,
impartía
enseñanza
o
hacía
que
le
contasen
las
dificultades
del
momento.
Si
alguien
decía:
«El
año
ha
sido
duro,
la
cosecha
de
arroz
mala»,
el
sabio
no
respondía
nada,
pero
su
modo
de
escuchar
era
de
tal
calidad
que
aportaba
esperanza
y
consuelo.
Uno
de
esos
sabios
recorría
hacía
años
el
país.
Un
día
se
detuvo
en
el
pueblo
de
Ling
Ding.
Después
de
algunas
preguntas
relativas
al
emperador,
al
tifón
que
había
asolado
las
costas,
al
hambre
del
Sur,
alguien
le
preguntó:
«¿Qué
significa
este
pueblo?
¿Por
qué
estamos
aquí
y
no
en
otro
sitio?»
El
sabio
paseó
la
mirada
lentamente
sobre
los
reunidos
y
dijo:
«Aunque
no
lo
sepa,
cada
individuo
se
encuentra
limitado
por
el
nacimiento,
por
la
educación
o
por
su
propia
satisfacción.
Cada
uno
de
vosotros
está
limitado
de
una
forma
u
otra».
Sorprendida,
la
gente
intercambiaba
miradas
entre
sí.
Incluso
se
oyeron
algunos
murmullos.
Finalmente,
un
hombre
se
adelantó
hacia
el
sabio
y
afirmó:
«Yo
no
me
considero
limitado.
Tengo
todo
lo
que
quiero».
Entonces
el
sabio
sonrió.
«La
limitación
se
encuentra
a
veces
incluso
en
el
hecho
de
no
sentirse
limitado».
Entre
la
gente
del
pueblo
había
un
joven
que
se
llamaba
Chao
Mu.
Tenía
veintidós
años
y
nunca
había
abandonado
el
lugar
de
su
nacimiento.
Desde
la
más
tierna
infancia
ayudaba
a
su
padre
a
cultivar
arroz.
Le
habían
prometido
a
los
seis
años
y,
para
crear
una
familia,
igual
como
su
padre
y
su
abuelo
antes
que
él,
había
roturado
un
campo,
piedra
tras
piedra,
lo
había
regado
y
sembrado.
También
había
construido
una
casa
durante
los
días
de
lluvia
en
que
no
podía
salir
a
trabajar.
La
fecha
de
su
boda
se
acercaba.
Ver
al
sabio
despertaba
en
él
nostalgia
y
le
invadía
una
sensación
de
profunda
soledad.
Hacía
un
tiempo
que
numerosas
preguntas
se
planteaban
en
su
ánimo,
pero
las
guardaba
para
sí:
«¿No
existe
más
que
esta
vida?...
Esta
vida
que
dedico
a
plantar
y
cosechar,
y
luego
volver
a
casa
a
dormir
hasta
la
mañana
siguiente
y
volver
a
empezar...»
Por
fin
encontraba
a
uno
de
esos
seres
que
son
capaces
de
aliviar
el
sufrimiento,
de
ayudar
a
un
hombre
a
superar
sus
problemas.
Por
fin
encontraba
a
un
ser
que
podría
responder
a
sus
preguntas.
Como
el
sabio
ya
se
disponía
a
partir,
no
se
contuvo
y
le
preguntó:
-¿Puedo
acompañarte?
Quisiera
que
me
enseñases
la
vida.
A
su
alrededor,
los
campesinos
callaron,
y
cada
uno
de
ellos
se
preguntaba:
«¿Qué
ocurrirá
con
su
prometida,
con
su
campo,
con
su
casa?
Ha
trabajado
tanto
y
tan
duramente
con
sus
propias
manos...»
El
sabio,
que
adivinaba
sin
dificultad
todos
esos
pensamientos,
le
preguntó:
-¿Estás
seguro
de
ti
mismo?
-Sí
-respondió
el
joven.
-Entonces,
vamos.
Con
estas
palabras,
los
dos
se
pusieron
en
camino.
Chao
Mu
sólo
se
volvió
una
vez
para
decir:
-La
casa
y
el
campo
pertenecen
ahora
a
la
que
fue
mi
prometida.
El
sabio
y
el
joven
caminaron
durante
un
buen
rato
en
silencio.
Al
pasar
bajo
un
membrillo,
el
sabio
tomó
un
fruto,
encendió
fuego
para
cocerlo
y
se
lo
tendió
a
su
compañero.
-No
me
gustan
los
membrillos
-declaró
Chao
Mu.
-Limitación
-replicó
el
sabio.
Reemprendieron
la
marcha
y
Chao
Mu
vio
un
ciruelo
en
un
prado.
-¡Oh,
qué
hermosas
frutas!
¡Me
encantan
las
ciruelas!
-exclamó
con
alegría.
El
sabio
dijo
otra
vez:
-Limitación.
Y
sin
añadir
nada
más,
prosiguió
tranquilamente
su
camino.
Unas
horas
más
tarde
llegaron
a
la
orilla
de
un
río
al
que
daban
sombra
unos
árboles
de
troncos
sinuosos.
El
agua
se
deslizaba
apaciblemente
y
unos
cisnes
nadaban
siguiendo
la
corriente.
-¡Oh,
qué
belleza!,
¿verdad?
-exclamó
Chao
Mu.
Una
vez
más,
el
sabio
respondió:
-Limitación.
Cruzaron
el
río
y
entonces
vieron,
de
repente,
en
la
ribera,
el
cuerpo
de
un
hombre
al
que
habían
apaleado
y
desvalijado.
-¡Es
horrible!
-murmuró
el
joven.
Y
una
vez
más
el
sabio
replicó
tranquilamente:
-Limitación.
Mientras
caminaba,
Chao
Mu
iba
pensando.
Cualesquiera
que
fuesen
sus
palabras,
el
sabio
respondía
invariablemente:
«Limitación».
¿Qué
tenía
que
decir
para
conseguir
otra
respuesta?
En
ese
momento
pasaban
ante
una
granja.
Los
niños
estaban
jugando
en
el
patio.
Sentados
en
un
banco,
el
padre
y
la
madre
les
miraban.
El
joven
se
detuvo
y
contempló
la
escena
con
placer,
percibiendo
la
sensación
de
alegre
libertad
que
esa
familia
exhalaba,
despertándola
en
él.
En
ese
mismo
momento,
el
sabio
exclamó:
-¡Eso
es
armonía!
Chao
Mu
se
volvió
hacia
él.
Estaba
muy
sorprendido.
-Si
yo
no
he
dicho
nada...
-Es
verdad,
pero
en
este
momento
vives
la
armonía
-dijo
el
sabio.
El
camino
les
llevó
a
continuación
junto
a
un
río.
Había
una
roca
en
medio
de
la
corriente
y
el
agua
se
estrellaba
contra
ella
con
furia,
y
saltaba
por
el
aire,
pasando
a
la
vez
alrededor
y
por
encima
del
obstáculo.
-Mira
esa
roca
-le
dijo
el
sabio
a
Chao
Mu-.
Es
una
imagen
de
la
armonía.
El
agua
intenta
empujar
a
la
piedra
con
violencia,
la
golpea
con
dureza
y
quiere
apartarla.
La
piedra
no
contraataca,
deja
que
el
agua
pase,
por
encima,
por
los
lados,
pero
no
se
mueve.
¡Eso
es
armonía!
Chao
Mu
observó
durante
un
buen
rato
la
roca,
con
expresión
abstraída...
Cuando
ya
caía
la
noche,
el
sabio
eligió
un
lugar
propicio
para
detenerse,
recogió
un
poco
de
leña
y
el
fuego
brotó
enseguida.
El
discípulo,
que
miraba
lo
que
hacía,
no
comprendió
cómo...
El
camino
había
sido
largo
y,
poco
después,
Chao
Mu,
tendido
en
el
suelo,
volvía
a
ver
los
años
en
que
había
labrado
su
campo
y
construido
su
casa.
En
ese
momento
su
único
bien
lo
componían
las
ropas
que
llevaba
y
el
cielo
que
tenía
sobre
la
cabeza.
Pero
sonreía:
había
encontrado
a
un
maestro,
un
hombre
que
le
mostraba
lo
que
nunca
había.
visto
y
que
le
enseñaba
a
considerar
la
vida
de
otra
manera...
El
frío
de
la
mañana
le
despertó
sobresaltado.
El
fuego
se
había
apagado.
Y...
¿dónde
estaba
el
sabio?
Ahí
estaba
su
manto.
Del
río
llegaba
el
ruido
de
unos
chapuzones.
Chao
Mu
metió
la
mano
en
el
agua
e
inmediatamente
su
brazo
empezó
a
entumecerse.
-¡Brrr,
está
demasiado
fría!
Esperaré
a
que
salga
el
sol
-exclamó.
-¡Limitación!
-le
gritó
el
sabio
y,
sin
saber
cómo,
el
discípulo
se
sintió
lanzado
al
agua.
Salió
de
ella
helado,
con
la
ropa
chorreando.
El
sabio
seguía
nadando.
¿Quién
me
ha
empujado?
-Tus
limitaciones
te
han
empujado.
Una vez reanimado el fuego, el joven, temblando de frío, pudo poner su ropa a secar, mientras el sabio le explicaba:
-No
hay
calor
ni
frío.
Cuando
dices
«está
caliente»,
te
limitas;
cuando
dices
«está
frío»,
también
te
limitas.
-Pero
en
tal
caso
ya
no
se
puede
hablar,
ya
no
se
puede
decir
que
hace
calor
o
que
hace
frío
-se
quejó
Chao
Mu.
-Oh,
si
no
tienes
nada
más
que
decir,
más
vale
que
te
calles
-replicó
el
sabio.
Chao
Mu
comprendió
entonces
que
le
quedaba
mucho
que
aprender.
Echaron
otra
vez
a
andar,
caminaron
y
caminaron,
y
llegaron
a
otro
pueblo.
El
sabio
se
sentó
en
el
brocal
del
pozo
según
su
costumbre.
Chao
Mu
escuchaba
atentamente
sus
palabras.
Las
personas
eran
otras,
las
situaciones
distintas,
pero
las
palabras
seguían
siendo
las
mismas,
y
el
joven
se
acostumbró
a
encontrárselas
de
pueblo
en
pueblo.
A
veces,
alguno
se
levantaba
y
solicitaba
seguir
al
sabio,
apartándose
de
lo
conocido
para
ir
hacia
la
novedad.
Éste
recibía
una
enseñanza
del
maestro.
Algunos
le
abandonaban
enseguida,
para
ir
solos
más
lejos
o
para
volver
a
sus
pueblos.
Pasó
el
verano
y
llegó
el
otoño.
Cuatro
discípulos
acompañaban
entonces
al
sabio.
Chao
Mu
empezaba
a
percibir
mejor
la
vida
en
los
elementos,
en
los
animales
y
en
todo
lo
que
existía
a
su
alrededor.
Un
día,
dirigiéndose
al
sabio,
le
dijo:
-Quisiera saber de dónde vengo, conocer la energía que me anima. ¿Por qué estoy aquí? ¿A dónde voy? Y eso ¿vale la pena?
El
sabio
le
sonrió
con
mucha
dulzura.
-Todas
las
preguntas
de
tu
corazón
encuentran
su
respuesta.
Ten
paciencia.
A
lo
largo
de
los
meses
que
siguieron,
yendo
de
pueblo
en
pueblo,
deteniéndose
a
orillas
de
los
ríos
o
sentado
bajo
un
árbol,
Chao
Mu
aprendió
mucho:
acerca
de
su
disciplina,
de
sus
limitaciones,
de
su
equilibrio
o
su
desequilibrio.
Se
conocía
mejor.
Sin
embargo,
tenía
la
sensación
de
no
estar
aún
más
que
al
principio
del
camino.
Cuando
llegó
el
equinoccio
de
otoño,
los
discípulos
se
agruparon
alrededor
de
su
maestro
para
celebrar
ese
especial
momento
del
año.
Hicieron
juntos
un
fuego
y
el
sabio,
añadiendo
leña,
pronunció
las
siguientes
palabras:
-Que
el
calor
de
este
fuego
se
manifieste
a
través
de
nosotros
a
todos
los
que
encontremos
en
nuestro
camino.
Que
su
luz
se
perciba
a
través
de
las
tinieblas
más
espesas.
Al
día
siguiente
el
sabio
se
dirigió
a
un
pueblo
grande
y
se
sentó
en
una
piedra,
al
lado
del
pozo.
Un
hombre
se
acercó
para
pedirle
consejo.
-Oh,
maestro,
mi
familia
siempre
está
enferma
y
mi
ganado
no
medra.
Cada
mañana
despierto
pensando
en
los
problemas
que
el
nuevo
día
me
traerá.
Después
de
mirarle
con
atención,
el
sabio
dijo:
-Para
empezar,
vas
a
quitarte
este
manto
negro
que
llevas.
Ahora,
vamos
a
ver
lo
que
ocurre
en
tu
casa.
La
casa
que
vieron
estaba
pintada
de
rojo
y
amarillo,
y
decorada
con
motivos
negros.
Vuelve
a
pintar
tu
casa
de
blanco,
con
un
poco
de
azul
aquí
y
allá
-le
ordenó
el
sabio
al
campesino.
Luego
prosiguió
su
visita,
pidiéndole
a
la
mujer
del
campesino
que
cambiase
también
el
color
de
su
ropa,
observando
a
los
niños
e
indicando
qué
colores
utilizar
en
cada
dependencia
de
la
casa.
Para
acabar,
aún
le
dijo
al
hombre:
-Y
ahora,
empieza
a
vivir.
-Cuando
estuvieron
a
cierta
distancia
de
la
casa,
Chao
Mu
no
pudo
evitar
el
expresar
su
sorpresa:
-¿Por
qué
cambiar
tantas
cosas
en
la
vida
de
este
hombre?
¿Por
qué
no
les
has
hablado
más
bien
de
la
felicidad
ni
le
has
dedicado
palabras
sabias?
¿Por
qué
no
le
has
enseñado
a
ver
la
belleza
como
a
nosotros
nos
enseñaste?
-Porque
ése
no
era
el
origen
de
sus
dificultades
ni
del
desequilibrio
de
su
familia.
El
mundo
terrestre
está
compuesto
por
cosas
positivas
y
negativas,
por
ácido
y
álcali.
Cada
color,
cada
prenda
de
vestir,
es
positivo
o
negativo
-explicó
el
sabio-.
Por
ejemplo,
el
rojo,
el
amarillo
el
naranja
y
el
negro
son
colores
negativos;
el
índigo,
el
azul,
el
violeta
y
el
blanco
son
colores,
positivos.
El
verde
es
neutro.
La
seda
y
la
lana
son
positivas,
el
algodón
es
negativo.
Los
gatos
son
negativos,
los
perros
positivos.
El
alimento
es
ácido
o
alcalino.
Ocurre
lo
mismo
con
la
música
y
con
todas
las
cosas
de
este
mundo.
Es
así
como,
buscando
el
equilibrio
en
su
entorno,
este
hombre
mejorará
su
vida.
El
otoño
avanzaba,
el
tiempo
cambiaba
y
Chao
Mu
tenía
tiempo
libre
para
meditar
en
las
palabras
de
su
maestro.
Le
sorprendía
la
importancia
de
la
acidez
o
de
la
energía
negativa
en
la
vida
humana.
El
frío
aumentaba
de
día
en
día
y
empezó
a
nevar.
El
grupito
se
dirigía
hacia
las
montañas.
El
sabio
había
enseñado
a
sus
discípulos
cómo
conservar
el
calor
con
la
fuerza
del
pensamiento,
sin
necesidad
de
muchas
prendas
de
vestir.
Cada
noche,
reunidos
alrededor
del
fuego,
se
aprovisionaban
de
calor
para
toda
la
noche.
Esa
noche,
en
lugar
de
dormir
como
sus
compañeros,
Chao
Mu
observaba
los
ojos
de
un
conejo
en
la
nieve
y
los
de
un
corzo
que
miraba
el
fuego,
mientras
revisaba
mentalmente
todo
el
saber
que
había
recibido.
Admiraba
la
blancura
de
la
nieve.
Ya
no
le
sorprendía
que
siempre
le
hubiese
gustado
tanto...
lo
blanco
es
positivo
y
esa
blancura
le
prestaba
energía.
El
frío
es
positivo,
el
calor
negativo...
el
sol
es
positivo,
la
luna
negativa...
Vio
entonces
que
el
sabio
se
levantaba,
cargaba
su
hatillo
a
la
espalda
y
se
marchaba.
Chao
Mu
le
imitó
y
el
maestro
se
llevó
un
dedo
a
los
labios
para
recomendarle
silencio.
Los
dos
se
alejaron.
La
nevada
caía
copiosa,
borrando
las
huellas
de
sus
pasos
detrás
de
ellos.
Por
la
mañana
llegaron
a
un
valle,
en
cuyo
fondo
se
alojaba
un
gran
monasterio.
Se
veía
llegar
de
todas
partes
Sabios
del
Manto
color
Ciruela,
cada
uno
de
ellos
acompañado
por
un
solo
discípulo.
Cuando
se
encontraron
al
pie
de
las
murallas,
el
sabio
se
volvió
a
Chao
Mu
y
le
dijo:
-¿Ves
esta
silla
de
bambú?
Es
la
tuya.
No
te
levantes
bajo
ningún
pretexto
hasta
que
venga
a
buscarte.
Y
el
sabio
desapareció
en
el
monasterio
con
los
otros
monjes.
Era
el
día
del
solsticio
de
invierno.
Chao
Mu
observó
a
los
treinta
y
dos
discípulos
que
estaban
sentados
en
círculo
con
él,
cada
uno
en
una
silla
de
bambú.
Algunos
parecían
más
experimentados
que
otros,
como
si
hubiesen
pasado
por
momentos
duros.
Esa
noche,
una
gran
luminosidad
bañó
el
monasterio
y
los
discípulos
oyeron
cantar
a
los
sabios
celebrando
el
solsticio
de
invierno,
el
nacimiento
del
sol.
Chao
Mu
esperaba
que
su
maestro
fuese
a
buscarle
por
la
mañana.
Pero
no
pasó
nada.
Esperó
todo
el
día,
y
luego
llegó
la
noche
y
hubo
gran
agitación
entre
los
discípulos.
Chao
Mu
sintió
hambre
y
recordó
que
llevaba
una
galleta
de
arroz
en
el
bolsillo.
Comió
un
bocado
y
chupó
un
poco
de
nieve
para
aplacar
la
sed.
De
repente,
un
discípulo
se
levantó
y
se
dirigió
hacia
los
matorrales
en
busca
de
algo
que
comer.
Misteriosamente,
su
silla
desapareció;
cuando
regresó,
ya
no
había
lugar
para
él.
Miró
por
todas
partes,
desesperado,
y
acabó
comprendiendo
que
tenía
que
marcharse.
Pasaron
los
días,
se
convirtieron
en
semanas.
Poco
a
poco,
las
sillas
iban
desapareciendo:
o
bien
un
discípulo
se
desvanecía
y
caía
al
suelo,
o
se
levantaba.
En
primavera
no
quedaban
más
que
diez
que
hubiesen
soportado
el
invierno
y
que
ahora
vivían
las
lluvias
primaverales
y
la
nueva
floración.
Aprendían
a
atrapar
al
vuelo
una
hoja
llevada
por
el
viento
y
a
masticarla
lentamente,
o
a
comer
lo
que
crecía
próximo,
una
raíz
o
una
hierba.
La
disciplina
no
sólo
les
había
curtido
sino
que
había
agudizado
sus
percepciones.
Llegó
el
verano
y,
con
él,
el
calor
sofocante.
Ya
no
quedaban
más
que
cuatro.
En
otoño,
quedaban
dos.
Los
músculos
de
Chao
Mu
se
mantenían
sólidos
y
su
espalda
derecha.
Podía
relajarse
y
llenar
cada
parte
de
sí
mismo
de
conciencia
y
calor.
Le
bastaba
pensar
en
bayas
o
raíces...
y
se
materializaban
sobre
sus
rodillas;
le
bastaba
pensar
en
agua...
y
su
cuenco
estaba
lleno.
Llegó
un
día
en
que
se
quedó
solo.
Era
la
vigilia
del
solsticio
de
invierno.
Ése
fue
el
día
en
que
regresó
el
sabio.
Ven
conmigo
-le
dijo
a
Chao
Mu.
Cuando
el
joven
se
levantó
vio
a
un
nuevo
discípulo
a
quien
el
sabio
hacía
sentar
en
la
silla
de
bambú.
Le
hubiese
gustado
hablar
con
él,
advertirle
de
lo
que
le
esperaba.
Pero
sabía
que
no
tenía
que
hacerlo.
El
sabio
le
hizo
entrar
en
el
monasterio,
a
él,
que
era
el
único
que
había
quedado
en
todo
el
año,
para
celebrar
la
fiesta
del
solsticio
en
compañía
de
todos
los
sabios.
Chao
Mu
preguntó
entonces:
-¿Qué
pasa
aquí?
Al
parecer
sólo
un
discípulo
consigue
mantenerse
fiel
y
en
su
puesto
durante
todo
un
año.
-Sí
-respondió
el
sabio-.
Cada
año
se
retira
uno
de
los
treinta
y
tres
que
somos,
cuando
ha
completado
su
trigésimo
tercer
periplo.
Tras
un
año
en
el
monasterio,
estarás
preparado
para
ser
un
Sabio
del
Manto
de
color
Ciruela
y
reemplazarás
a
uno
de
nosotros.
Y
así
se
hizo.
Han pasado los siglos, los sabios han dejado su manto pero la tradición no muere. Manteneos atentos. ¿Tal vez habéis encontrado a uno de esos treinta y tres sabios en vuestras vidas? ¿Quién sabe? La vida es tan misteriosa...
Bajo
las
ramas
de
un
árbol,
al
borde
del
camino,
Chao
Mu
meditaba.
Un
joven
se
llegó
a
él,
trastornado.
-¡Es
horrible!
Vuelvo
de
la
ciudad
imperial,
Lo-Yang,
y
sólo
he
visto
por
todas
partes
robos,
niños
apaleados,
hambre
y
guerra.
En
el
palacio,
en
torno
al
emperador,
la
gente
se
deja
llevar
por
los
más
bajos
instintos.
En
la
ciudad,
las
calles
están
sembradas
de
inmundicias
y
apestan.
¿Qué
se
puede
hacer?
¿Qué
debo
hacer?
Ven
a
sentarte
aquí
un
momento,
junto
a
mí
-dijo
el
sabio.
Se
quedaron
allí
mucho
rato,
silenciosos.
Luego,
el
sabio
se
levantó
y
llevó
consigo
a
su
compañero
hasta
el
camino.
Mientras
andaban
en
silencio,
se
dieron
cuenta
de
la
belleza
de
las
flores,
de
la
fortaleza
de
las
árboles.
Llegaron
a
un
pueblo
al
mediodía,
donde
las
gentes
descansaban
y
todo
irradiaba
paz.
Al
recorrer
el
pueblo,
el
estudiante
murmuró:
-Sin
embargo,
esta
mañana
la
gente
se
peleaba
y
gritaba...
Más
allá
se
veía
un
campo
donde
los
soldados
descansaban,
y
el
estudiante
observó:
-Hace
unas
horas
guerreaban
y
ahora
están
tan
tranquilos...
De madrugada, el sabio y el joven llegaron a Lo-Yang. Las calles estaban limpias, la gente iba tranquilamente a sus asuntos y el aire fresco halagaba el olfato. Pasearon un rato por el palacio imperial, y luego se sentaron en el patio. El emperador se acercó a ellos sonriendo y dijo:
-Hoy es un día de paz y de amor.
En
el
camino
de
regreso,
el
estudiante
manifestó
su
sorpresa:
-¿De
dónde
procede
este
cambio,
si
ayer
mis
ojos
no
encontraban
por
todas
partes
más
que
muerte
y
negatividad?
-Oh,
es
muy
sencillo
-dijo
el
sabio-.
Lo
que
tú
eres
se
refleja
a
tu
alrededor.
Y
dondequiera
que
estés
ves
tu
propia
realidad.
*
*
*
Un
día,
cuando
Chao
Mu
descansaba
a
la
sombra
de
un
árbol,
no
muy
lejos
de
un
cruce
de
caminos,
apareció
un
hombre
muy
apurado.
Miraba
a
la
derecha,
luego
a
la
izquierda,
y
acabó
preguntándole
al
sabio:
Dime,
noble
anciano,
¿qué
camino
debo
tomar?
-Ninguno
-respondió
Chao
Mu.
-Pero
tengo
que
seguir
mi
camino.
-Bueno,
si
dudas
detente
y
espera
a
saber
lo
que
tienes
que
hacer.
El
viajero
se
sentó
entonces
al
lado
del
sabio,
en
silencio.
Un
estudiante
que
pasaba
por
allí
les
preguntó:
-Decidme,
¿por
dónde
tengo
que
ir?
Sin
darle
al
sabio
tiempo
para
contestar,
el
hombre
dijo:
-Toma
el
camino
que
hay
frente
a
nosotros.
Poco
después
apareció
otro
estudiante
con
la
misma
pregunta.
Nuevamente,
el
viajero,
sentado,
respondió
antes
que
el
sabio,
diciendo
en
esa
ocasión:
-Toma
el
camino
de
la
izquierda.
Poco
después,
el
viajero
envió
a
un
tercer
estudiante
por
el
camino
de
la
derecha,
y
a
un
cuarto
por
el
último
camino.
Pasó
largo
rato.
Finalmente,
el
sabio
y
el
viajero
vieron
regresar
al
primer
estudiante,
con
magulladuras
y
ensangrentado,
luego
al
segundo,
al
que
le
habían
robado
la
ropa.
Al
último
le
había
detenido
la
crecida
del
río.
Tan
sólo
el
tercero
no
reapareció.
Lleno
de
alegría,
el
viajero
se
puso
en
pie
exclamando:
-Ahora
ya
sé
qué
camino
tomar
y
se
fue
corriendo
por
el
camino
que
había
seguido
el
tercer
estudiante.
Los
que
habían
regresado,
agotados
por
su
aventura,
tuvieron
en
todo
caso
la
curiosidad
de
preguntarse:
-Pero
¿por
qué
ha
elegido
ese
camino?
-Reflexionad
-dijo
el
sabio-.
De
la
muerte
no
se
regresa.
*
*
*
En
esa
ocasión,
Chao
Mu
había
elegido
descansar
a
la
sombra
de
un
azufaifo.
Un
estudiante
le
abordó
sollozando.
-Oh,
Maestro,
estoy
muy
enfermo.
La
pierna
y
la
cabeza
me
hacen
sufrir
horriblemente.
Como
el
sabio
no
contestaba,
insistió:
-Maestro,
necesito
tu
ayuda,
estoy
sufriendo
mucho
y
tengo
miedo.
El
sabio
seguía
sin
salir
de
su
silencio
y
el
estudiante
volvió
a
la
carga:
-¿Qué
puedo
hacer
con
mi
pierna?
¿Y
con
mi
cabeza?
El
sabio
señaló
con
el
dedo
un
lugar
a
su
lado
y
el
estudiante
se
sentó,
siguiendo
con
sus
sollozos
sin
que
el
sabio
pareciese
preocuparse
lo
más
mínimo
por
eso.
En
todo
caso,
un
momento
después
tomó
la
palabra:
-Mira
ese
pájaro
que
hay
en
la
rama.
Mira
qué
bonitos
son
sus
colores...
¿Te
das
cuenta
de
que
no
manifiesta
ni
canta
más
que
la
belleza?...
Observa
las
flores
del
prado...
y
las
alas
de
esa
mariposa...
Escucha
el
arroyo
que
murmura
a
través
del
prado
y
el
susurro
del
viento
en
las
hojas...
-Sí,
ya
lo
veo,
ya
oigo
todo
eso
-acordó
el
estudiante.
-Tú
no
eres
diferente
de
todas
esas
cosas.
Si
te
mantienes
atento
a
la
belleza
y
si
te
das
tiempo
para
contemplarla,
tu
cuerpo
no
sufrirá.
-¿Por
qué
hablas
de
sufrimiento?
¿A
qué
sufrimiento
te
refieres?
-se
sorprendió
el
estudiante,
que
había
olvidado
todos
sus
males.
*
*
*
En
esa
época
del
año,
todos
los
sabios
y
magos
del
imperio
se
encontraban
reunidos
en
Lo-Yang
para
comparar
sus
conocimientos.
Cada
uno
de
ellos
había
llevado
a
sus
discípulos.
Éstos
se
vanagloriaban
los
unos
ante
los
otros
de
los
poderes
de
sus
respectivos
maestros.
Un
árbol
se
levantó,
hizo
unas
piruetas
en
el
aire
y
volvió
a
plantarse
en
el
suelo.
-Mirad.
¿Habéis
visto
cómo
mi
maestro
ha
movido
ese
árbol?
Otro
desplazaba
una
roca,
éste
caminaba
sobre
el
lago,
aquel
conseguía
volar
por
encima
de
la
multitud...
Y
cada
estudiante
se
pavoneaba,
alabando
a
su
maestro
y
las
proezas
de
las
que
era
capaz.
Sólo
había
uno
que
lo
observaba
todo
y
permanecía
en
silencio.
Los
otros
acabaron
por
volverse
hacia
él.
Y
tu
maestro
¿qué
hace?
-¿Mi
maestro?
Está
allí.
Miraron
por
todas
partes
inútilmente.
Ahí,
¿no
lo
veis?
Está
sentado
junto
a
un
árbol.
Pues
¿qué
es
lo
que
hace
de
extraordinario?
-Oh,
tiene
mucho
poder.
Cuando
está
sentado,
está
sentado;
cuando
anda,
anda,
y
cuando
duerme,
duerme.
Un
estudiante
acompañaba
al
viejo
sabio
cuando
iba
de
un
pueblo
a
otro.
Un
día
le
preguntó:
-¿A
dónde
vamos?
¿Importa
eso?
Caminamos
dándonos
el
gusto
de
contemplar
todo
lo
que
nos
rodea.
-Pero
yo
quisiera
saber
a
dónde
vamos.
-¿Por
qué
tienes
que
saber
a
dónde
vas?
-Para
saber
cuándo
he
llegado.
-Bien,
voy
a
contestar
a
tu
pregunta.
Vamos
justamente
adonde
estamos
ahora.
-En
ese
caso,
detengámonos.
-No,
porque
vamos
justamente
adonde
estamos
ahora
pasando
a
lo
largo
de
toda
nuestra
vida.
*
*
*
El
viejo
sabio
salía
del
agua
chorreando
y
sus
discípulos,
sentados
en
la
orilla,
reían,
burlándose
de
él
porque
le
habían
visto
tropezar
en
las
piedras
y
caer
al
río.
El
sabio
les
miraba
con
semblante
severo,
parecía
enojado,
lo
que
hizo
redoblar
las
risas.
Le
vieron
desnudarse,
encender
un
fuego
y
poner
su
ropa
a
secar.
Para
aquellos
jóvenes,
que
seguían
las
enseñanzas
de
su
maestro
cada
día,
verle
caer
en
el
agua
había
sido
una
revelación.
Sin
decir
una
palabra,
el
sabio
volvió
a
ponerse
la
ropa
en
cuanto
estuvo
seca
y,
siempre
en
silencio,
saltó
al
río
y
lo
cruzó,
haciendo
signos
a
sus
discípulos
de
que
le
siguiesen.
¿Qué
tenían
que
hacer?
¿Iba
el
maestro,
según
su
costumbre,
a
enseñarles
una
lección
profunda?
Cada
uno
de
ellos
a
su
vez
saltó
al
agua
y
llegó
a
la
otra
orilla.
Entonces
el
sabio
les
preguntó
sonriendo:
-¿Quién
es
más
estúpido,
el
que
tropieza
o
el
que
no
hace
más
que
seguir?
*
*
*
El
viejo
sabio
estaba
sentado
según
su
costumbre
bajo
un
ciruelo.
Un
joven
se
acercó
a
él,
intrigado.
Anciano,
¿eres
un
sabio
o
un
maestro?
El
sabio
tomó
una
hermosa
ciruela
y
se
la
tendió
al
que
preguntaba.
-¿Qué
es
esto?
-Una
ciruela,
evidentemente.
Ah,
¿sí?
Y
¿cómo
lo
sabes?
-Bueno,
porque
lo
sé.
Pues
yo
no
debo
ser
ni
un
sabio
ni
un
maestro.
*
*
*
Cada
día,
el
viejo
sabio
caminaba
tranquilamente.
Sus
discípulos
eran
escasos,
porque
él
no
se
mostraba
hablador.
Hablaban
ellos
y
él
se
contentaba
con
una
ligera
inclinación
de
cabeza
o
con
una
reflexión
aquí
y
allá.
Enseñaba
más
con
sus
actos
que
con
sus
palabras.
A
ellos
les
correspondía
averiguar
el
significado.
A
veces
le
llamaban
el
sabio
loco
por
su
manera
de
desconcertar
a
sus
estudiantes.
Un
día,
uno
de
ellos
le
preguntó:
-¿Puedo
hablar
contigo?
-Por
supuesto.
Estáte
mañana
por
la
mañana
en
el
ciruelo
a
la
salida
del
sol.
A
la
hora
convenida,
el
estudiante
acudió
a
la
cita.
El
sabio
no
estaba.
El
tiempo
pasó
y
pasó.
Por
fin,
el
joven
se
fue,
decepcionado.
Al
día
siguiente,
cuando
volvió
a
ver
al
sabio,
exclamó:
-¿Dónde
estabas?
No
te
vi
bajo
el
ciruelo.
-Estaba
en
el
árbol.
¿Por
qué
no
miraste
arriba?
Ya
te
lo
dije
muy
claro:
«En
el
ciruelo».
Escucha
lo
que
te
dicen
y
aprende
a
observar
a
tu
alrededor.
No
te
quedes
con
lo
que
parece
obvio.
*
*
*
En su enseñanza, el viejo sabio de la Túnica de color Ciruela decía:
La
naturaleza
es
la
clave
que
lleva
a
la
comprensión
de
la
naturaleza
humana,
ya
que
está
en
el
hombre
tanto
como
en
un
vergel
o
en
la
corriente
de
un
río.
Como
lo
sentís
y
lo
veis,
observando
el
crecimiento
de
las
plantas,
el
fuego
da
impulso,
el
agua
refresca,
el
viento
dispersa
las
semillas
y
participa
en
la
fertilización,
la
tierra
permite
el
nacimiento
de
la
belleza.
Asimismo,
el
hombre
es
fuego,
agua,
aire
y
tierra.
Es
invierno,
primavera,
verano
y
otoño.
Pertenece
a
la
naturaleza
y,
cuando
vive
en
armonía
con
ella,
comprende
la
paz
que
en
ella
existe.
»Comed
una
ciruela,
tiene
buen
sabor,
regenera
vuestro
cuerpo.
El
ciruelo
está
bien
mientras
sigue
creciendo
y
dando
frutas.
De
la
misma
manera,
vosotros
sois
una
naturaleza
en
crecimiento.
Al
respetar
la
naturaleza
que
hay
en
él,
permitiéndole
evolucionar,
dejando
que
se
desarrolle
sin
perturbarla,
el
hombre
aprende
y
progresa.
Un
día,
un
estudiante
le
preguntó:
-¿Qué
es
nuestra
tierra?
¿Qué
es
todo
esto?
No
lo
entiendo.
¿Puedes
explicármelo?
El
viejo
sabio
le
miró
con
una
ligera
sonrisa.
-¿En
qué
te
sostienes?
-En
la
tierra
-respondió.
-Si
pudiese
quitar
toda
la
tierra
y
no
dejar
más
que
el
lugar
en
el
que
te
sostienes,
¿qué
ocurriría?
-Entonces
ya
no
tendría
nada.
-Lo
has
comprendido.
El
lugar
en
el
que
tú
te
sostienes
no
es
lo
importante.
Lo
importante
es
cómo
vives
por
tu
fuego
-el
amor-,
por
tu
agua
-tus
emociones-,
por
tu
aire
-tu
presencia
espiritual-
y
por
la
tierra
-donde
aportas
la
paz
a
través
de
tu
naturaleza.
*
*
*
El
viejo
sabio
y
sus
discípulos
estaban
bajo
un
ciruelo.
Uno
de
los
jóvenes
rompió
de
repente
el
silencio
para
hacer
esta
pregunta:
-A
lo
largo
del
día
vemos
que
el
viento
agita
las
hojas
de
los
árboles,
inclina
la
hierba
y
mece
las
flores.
Sopla
y,
sin
embargo,
nunca
lo
vemos.
Podemos
ver
el
fuego,
el
agua,
la
tierra,
pero
nunca
el
aire.
¿Por
qué?
Y
el
sabio
le
respondió:
-El
aire
es
el
elemento
que
te
enseña
que
puedes
sentir
sin
ver.
Así
aprendes
que
hay
otras
cosas
además
de
las
que
ves,
cosas
que
se
sienten
pero
que
no
se
ven.
Las
hojas
de
los
árboles
sienten
el
aire,
y
tú
mismo
lo
sientes
en
tu
cabello
y
en
tu
cara.
Ocurre
lo
mismo
con
la
vida,
no
necesitas
verla,
saborearla
ni
tocarla
para
creer
en
ella.
Es
suficiente
sentirla.
¡Eso
es
la
vida:
sentir
más
allá
de
los
cinco
sentidos!
*
*
*
Mientras
estaba
impartiendo
su
enseñanza,
el
viejo
sabio
les
dijo
de
repente
a
sus
discípulos:
-Si
tuvieseis
un
deseo
que
pudieseis
satisfacer
inmediatamente,
¿qué
pediríais?
-El
conocimiento.
-La
sabiduría.
-Tu
percepción
de
las
cosas.
-El
poder.
-La
forma
de
mantenerme
con
buena
salud...
Cuando
cada
uno
de
ellos
hubo
hablado,
todos
dijeron
a
coro:
-Y
tú,
maestro,
¿qué
pedirías?
El
sabio
sonrió,
y
murmuró:
-Simplemente,
ser
un
maestro,
para
saber
enseñaros.
-¡Pero
si
ya
lo
eres!
-Al
escuchar
lo
que
habéis
pedido,
no
me
da
esa
sensación.
*
*
*
El
viejo
sabio
estaba
meditando
bajo
un
árbol.
Una
joven
se
le
acercó
y
le
preguntó,
sentándose
a
sus
pies:
-Maestro,
tengo
un
hijo,
enséñame
a
educarlo.
¿Cómo
puedo
hacer
lo
mejor
para
él?
Enséñame
cómo
convertirme
en
una
buena
madre.
El
sabio
tendió
la
mano
y
la
puso
sobre
la
cabeza
de
la
joven.
-Ya
lo
eres.
*
*
*
El
viejo
sabio
estaba
muy
ocupado
comiendo
ciruelas.
Un
estudiante
que
pasaba
por
allí
se
detuvo,
sorprendido
al
verle
tomar
una
fruta
tras
otra.
El
estudiante
no
pudo
contenerse
mucho
tiempo
y
preguntó:
-Pero
cómo,
maestro,
nos
enseñas
moderación
y
te
estoy
viendo
comer
decenas
de
ciruelas...
-Oh,
bueno,
eso
no
es
mucho.
Y
como
el
estudiante
le
miraba
pasmado,
el
viejo
sabio
añadió:
-Cuenta
las
frutas
que
hay
en
el
árbol
y
verás
que
la
cantidad
que
como
es
muy
modesta.
*
*
*
El
viejo
sabio,
sentado
bajo
el
ciruelo,
veía
que
un
estudiante
se
dirigía
hacia
él.
-Oh,
maestro,
enséñame
la
verdad.
Quiero
conocerla.
Enséñamela.
Todo
el
mundo
te
considera
un
gran
sabio,
así
que
enséñame
la
verdad.
El
sabio
se
levantó
e
hizo
señas
al
estudiante
de
que
le
siguiese.
Llegaron
a
la
orilla
de
un
lago.
-Ven,
entremos
en
el
agua
-ordenó
el
sabio.
El
joven
obedeció,
y
después
de
dar
unos
pasos
el
sabio
le
hizo
caer
y
le
mantuvo
la
cabeza
bajo
el
agua
por
la
fuerza.
El
joven
se
debatía,
intentó
gritar,
formó
burbujas,
se
movió
desordenadamente.
Cuando
el
estudiante
se
quedó
casi
inmóvil,
el
sabio
le
devolvió
ala
superficie
y
le
dijo:
-Cuando
tu
sed
de
la
verdad
sea
tan
grande
como
tu
sed
de
aire,
entonces
vuelve
a
buscarme.
Un
joven
abordó
al
viejo
sabio,
que
estaba
sentado
bajo
un
ciruelo,
para
preguntarle:
-¿Cuántos
años
tienes?
Me
han
dicho
que
tendría
que
estudiar
con
un
viejo
sabio,
así
que
quisiera
saber
si
eres
verdaderamente
viejo.
¿Bajo
las
ramas
de
qué
árbol
estoy
sentado?
-respondió
el
sabio.
-Es
un
ciruelo,
evidentemente.
-¿Por
qué
no
le
preguntas
su
edad?
-Es
inútil.
Tiene
unas
frutas
deliciosas,
y
eso
me
basta.
-En
resumen,
quieres
decir
que
si
yo
no
tengo
frutas,
¿no
sirvo
para
nada?
-Quizás.
El
sabio
se
levantó
para
reemprender
la
marcha
y
el
estudiante
le
gritó:
-¡Has
de
ser
muy
viejo,
porque
ya
no
tienes
frutas!
Sin
dejar
de
caminar,
el
viejo
sabio
se
volvió
y
dijo:
-Y
sin
embargo,
acabas
de
comerlas.
*
*
*
Como
de
costumbre,
el
viejo
sabio
estaba
bajo
un
ciruelo
y
un
joven
que
pasaba
por
allí
sintió
la
necesidad
de
hablarle.
Así
que
se
acercó
y
dijo:
-Oh,
anciano,
te
ruego
que
me
respondas:
¿qué
es
la
vida?
¿Por
qué
estoy
aquí?
¿Y
por
qué
estás
tú?
¿Por
qué
crece
ese
árbol
detrás
de
ti?
¿Por
qué
no
nací
antes
o
después?
El
sabio
se
le
quedó
mirando
un
buen
rato
antes
de
decir:
-No
lo
sé.
-Bueno,
entonces
dime
quién
puede
darme
respuestas,
y
dónde
encontrarlas.
-Sigue
por
este
camino
y
a
una
cierta
distancia
encontrarás
a
un
anciano
sentado
bajo
un
azufaifo.
Ese
anciano
tiene
la
sabiduría
del
universo.
Percibe
la
divinidad
en
todas
las
cosas.
El
joven
le
agradeció
al
sabio
su
sinceridad
y
siguió
su
camino.
Al
cabo
de
un
momento,
llegó
ante
el
anciano,
que
estaba
muy
ocupado
calculando
con
su
ábaco.
El
joven
le
planteó
de
una
sola
vez
todas
sus
preguntas:
-¿Porqué
estás
ahí
sentado?
¿Por
qué
estoy
yo
ante
ti?
¿Qué
hace
ese
árbol
que
está
detrás
de
nosotros?
¿Por
qué
estoy
aquí
hoy
y
no
ayer?
Sin
mirarle,
el
anciano
le
respondió:
-No
lo
sé.
-Pero,
entonces,
¿por
qué
estás
ahí
sentado
como
un
maestro?
Un
anciano,
un
poco
más
allá,
me
dijo
que
tú
lo
sabías
todo,
que
conocías
el
universo
y
que
responderías
a
mis
preguntas.
Entonces
el
anciano
le
miró.
¿Ese
anciano
estaba
sentado
bajo
un
ciruelo?
-Sí.
-¡Ah,
pero
si
es
mi
maestro!
Molesto,
el
joven
exclamó:
-Entonces,
¿estoy
rodeado
de
sabios
estúpidos?
-Y
a
ti
¿no
se
te
ha
ocurrido
que
yo
podía
estar
rodeado
de
preguntas
estúpidas?
*
*
*
El
viejo
sabio
estaba
acompañado
por
tres
jóvenes
a
los
que
acababa
de
encontrar.
Una
de
sus
primeras
preguntas
fue:
-¿Nos
consideras
discípulos
tuyos?
-Sí
-contestó.
-¿Qué
tenemos
que
hacer?
-Seguirme.
Escuchar.
Observar.
De
madrugada
llegaron
a
la
orilla
de
un
río.
El
sabio
se
quitó
la
ropa
y
entró
en
el
agua
manteniéndola
cuidadosamente
por
encima
de
la
cabeza.
Dos
de
los
discípulos
le
siguieron,
y
el
tercero
pensó:
«Está
loco,
y
decidió
abandonarle.
El
sabio
y
los
dos
discípulos
que
quedaban
caminaron
todo
el
día.
Cuando
llegó
la
noche,
se
acostaron
bajo
un
árbol.
El
sabio
se
envolvió
en
rayos
de
luna,
pero
los
dos
jóvenes
tiritaban
y
uno
de
ellos
echó
a
andar
solo
por
el
camino.
Por
la
mañana,
el
sabio
pasó
despacio
por
un
pueblo.
Le
dieron
un
cuenco
de
arroz,
que
comió,
también
recibió
legumbres,
con
las
que
completó
su
comida.
El
tercer
discípulo,
que
aún
le
seguía,
se
sorprendió.
-¿Y
a
mí
no
me
das
nada,
maestro?
-Eres
mi
discípulo,
¿cómo
es
posible
que
no
te
hayan
dado
ni
arroz
ni
legumbres?
-Nadie
me
ha
mirado.
Ah.
Entonces
es
posible
que
no
existas.
-Pues
claro
que
existo,
ya
que
estoy
aquí,
delante
de
ti.
-¿Cómo
es
posible
que
no
te
hayan
dado
nada?
-repitió
el
sabio.
Y
el
tercer
discípulo
se
marchó
muy
molesto.
El
sabio
siguió
solo
su
camino.
Un
poco
más
allá,
se
detuvo
para
beber.
Sentado
bajo
una
roca,
a
la
orilla
del
agua,
sonriendo
para
sí,
pensó:
«¡Qué
difícil
es
la
vida
de
un
maestro
en
estos
tiempos!
¡Si
pudiese
haber
discípulos
en
busca
de
un
maestro
que
no
enseñase,
sino
que
viviese
...
!"
*
*
*
Un
día,
sentado
el
viejo
sabio
a
la
sombra
de
un
árbol
al
borde
del
camino,
estaba
comiendo
arroz
con
los
dedos.
Por
allí
pasaba
un
anciano
muy
rico
que
se
indignó:
-¡Mirad
a
ese
hombre!
Dicen
que
es
el
sabio
más
grande
de
la
provincia
y
está
comiendo
con
los
dedos.
¡Qué
horror!
Nunca
le
invitaré
a
mi
casa.
Cinco
minutos
después
apareció
una
elegante
comitiva
escoltada
por
tres
guardias
que
acompañaba
a
pasear
a
dos
damas.
-Oh,
¿no
es
ése
el
sabio
del
vergel
de
los
ciruelos?
-Sí,
es
él.
-No
le
basta
con
ser
un
patán,
sino
que
además
es
muy
sucio.
Nunca
consentiremos
recibirle
en
nuestra
casa.
Al
día
siguiente,
el
rey
de
la
provincia
organizaba
una
gran
recepción
para
celebrar
el
equinoccio
e
invitó
al
sabio.
También
estaban
invitados
el
anciano
rico
y
las
dos
damas.
El
sabio,
en
el
lugar
de
honor,
comía
con
palillos
y
su
ropa
estaba
inmaculada.
El
hombre
rico
no
pudo
contenerse
y
le
preguntó:
-¿Cómo
puedes
comer
un
día
con
los
dedos
y
otro
según
las
normas
y
las
costumbres?
-¡Oh!
es
muy
sencillo.
No
me
atengo
a
las
costumbres
y
me
adapto
al
lugar
donde
me
encuentro.
Si
estoy
sentado
bajo
un
árbol,
me
gusta
comer
con
los
dedos.
Nadie
me
ve,
aparte
de
los
que
pasan
y
me
juzgan.
Si
se
me
invita,
me
acomodo
a
las
costumbres
de
mi
anfitrión.
El
hombre
meneó
la
cabeza.
Yo
no
podría
actuar
de
esa
manera.
He
de
comer
siempre
con
palillos.
-Entonces
nunca
verás
más
que
un
aspecto
de
las
cosas
-dijo
el
sabio.
*
*
*
Ese
día
el
viejo
sabio
caminaba
lentamente,
tan
despacio
que
sus
jóvenes
discípulos
casi
se
dormían
siguiéndole.
Uno
de
ellos
se
atrevió
a
preguntar:
-Maestro,
¿te
has
hecho
tan
viejo
que
no
puedes
caminar
más
deprisa?
-Y
tú,
¿te
has
hecho
tan
viejo
que
ya
no
tienes
paciencia?
*
*
*
El
viejo
sabio
estaba
paseando
solo
por
el
bosque
cuando
vio
que
un
tigre
atacaba
a
un
búfalo
de
gran
cornamenta.
Observó
la
forma
en
que
el
búfalo
se
resistía,
y
el
encarnizamiento
del
tigre
que
utilizaba
sus
garras
y
sus
dientes.
La
lucha
era
feroz.
Veía
brotar
la
sangre
y
que
los
dos
animales
se
debilitaban.
El
tigre
mordió
al
búfalo
en
la
nuca
y
el
búfalo
hirió
con
un
cuerno
el
flanco
del
tigre.
Los
miró
un
largo
rato,
desfallecidos,
jadeantes,
moribundos.
Después,
se
acercó
al
tigre,
se
arrodilló
junto
a
él
y
le
acarició
el
hermoso
pelaje.
El
tigre
no
hizo
ni
un
movimiento,
y
sin
embargo
la
vida
estaba
aún
ahí
y
una
mirada
profunda
le
respondió.
A
continuación
fue
hacia
el
búfalo
y
el
animal
le
lamió
la
mano.
Entonces,
se
incorporó
y
se
alejó
con
lágrimas
en
los
ojos,
cavilando:
«¿Por
qué
la
vida
no
conoce
la
paz
más
que
en
sus
últimos
momentos
de
desesperación?»
*
*
*
Hacía
unos
días
que
Chao
Mu,
que
había
llegado
a
una
edad
avanzada,
cojeaba
de
la
pierna
derecha.
Sus
discípulos
le
observaban,
sorprendidos,
pero
ninguno
se
atrevía
a
preguntarle
lo
que
le
pasaba.
Cuando
estaban
pasando
por
un
hermoso
bosque,
se
dieron
cuenta
de
repente
de
que
el
sabio
cojeaba
de
la
pierna
izquierda
y
que
la
derecha
ya
no
parecía
tener
ningún
problema.
En
esa
ocasión,
uno
de
los
estudiantes
se
animó
a
preguntarle:
-
Ayer
cojeabas
de
la
pierna
derecha,
y
ahora
de
la
izquierda.
¿Cómo
es
eso?
-Oh,
simplemente
he
pensado
que
ya
era
hora
de
que
la
otra
pierna
descansase-
respondió
Chao
Mu.