TONY DE MELLO
Extracto del libro "El canto del Pájaro"
En cierta ocasión se quejaba un discípulo a su Maestro: «Siempre nos cuentas historias, pero nunca nos revelas su significado» El Maestro le replicó: «¿Te gustaría que alguien te ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?».
Nadie
puede
descubrir
tu
propio
significado
en
tu
lugar.
Ni
si
quiera
el
Maestro.
Le preguntaron cierta vez a Uwais, el Sufí: «¿Qué es lo que la Gracia te ha dado?». Y les respondió:
«Cuando
me
despierto
por
las
mañanas,
me
siento
como
un
hombre
que
no
está
seguro
de
vivir
hasta
la
noche».
Le
volvieron
a
preguntar:
«Pero
esto
¿no
lo
saben
todos
los
hombres?».
Y
replicó
Uwais:
«Sí,
lo
saben,
Pero
no
todos
lo
sienten».
Jamás
se
ha
emborrachado
nadie
a
base
de
comprender
intelectualmente
la
palabra
VINO.
Los
discípulos
tenían
multitud
de
preguntas
que
hacer
acerca
de
Dios.
Les
dijo
el
Maestro:
«Dios
es
el
Desconocido
y
el
Incognoscible.
Cualquier
afirmación
acerca
de
Él,
cualquier
respuesta
a
vuestras
preguntas,
no
será
más
que
una
distorsión
de
la
Verdad».
Los
discípulos
quedaron
perplejos:
«Entonces,
¿por
qué
hablas
sobre
Él?».
«¿Y
por
qué
canta
el
pájaro?»,
respondió
el
Maestro.
El
pájaro
no
canta
porque
tenga
una
afirmación
que
hacer.
Canta
porque
tiene
un
canto
que
expresar.
Las
palabras
del
alumno
tienen
que
ser
entendidas.
Las
del
Maestro
no
tienen
que
serlo.
Tan
sólo
tienen
que
ser
escuchadas,
del
mismo
modo
que
uno
escucha
el
viento
en
los
árboles
y
el
rumor
del
río
y
el
canto
del
pájaro,
que
despiertan
en
quien
lo
escucha
algo
que
está
más
allá
de
todo
conocimiento.
Hubo
un
santo
que
tenía
el
don
de
hablar
el
lenguaje
de
las
hormigas.
Se
acercó
a
una
que
parecía
más
enterada
y
le
preguntó:
«¿Cómo
es
el
Todopoderoso?
¿Se
parece
de
algún
modo
a
las
hormigas?».
La
docta
hormiga
le
respondió:
«¿El
Todopoderoso?
En
absoluto.
Las
hormigas,
como
puedes
ver,
tenemos
un
solo
aguijón.
Pero
el
Todopoderoso
tiene
dos».
Escena
sugerida
por
el
anterior
cuento:
Cuando
se
le
preguntó
cómo
era
el
cielo,
la
sabia
hormiga
replicó
solemnemente:
«Allí
seremos
igual
que
Él,
con
dos
aguijones
cada
uno,
aunque
más
pequeños».
Existe
una
fuerte
controversia
entre
las
distintas
escuelas
de
pensamiento
religioso
acerca
de
dónde
exactamente
se
hallará
ubicado
el
segundo
aguijón
en
el
cuerpo
glorioso
de
la
hormiga.
Se
hallaba
un
elefante
bañándose
tranquilamente
en
un
remanso,
en
mitad
de
la
jungla,
cuando,
de
pronto,
se
presentó
una
rata
y
se
puso
a
insistir
en
que
el
elefante
saliera
del
agua.
«No
quiero»,
decía
el
elefante.
«Estoy
disfrutando
y
me
niego
a
ser
molestado».
«Insisto
en
que
salgas
ahora
mismo»,
le
dijo
la
rata.
«¿Por qué?», preguntó el elefante.
«No
te
lo
diré
hasta
que
hayas
salido
de
ahí»,
le
respondió
la
rata.
«Entonces
no
pienso
salir»,
dijo
el
elefante.
Pero,
al
final,
se
dio
por
vencido.
Salió
pesadamente
del
agua,
se
quedó
frente
a
la
rata
y
dijo:
«Está
bien;
¿para
qué
querías
que
saliera
del
agua?».
«Para
comprobar
si
te
habías
puesto
mi
bañador»,
le
respondió
la
rata.
Es
infinitamente
más
fácil
para
un
elefante
ponerse
el
bañador
de
una
rata
que
para
Dios
acomodarse
a
nuestras
doctas
ideas
acerca
de
Él.
Nasruddin
llegó
a
ser
primer
ministro
del
rey.
En
cierta
ocasión,
mientras
deambulaba
por
el
palacio,
vio
por
primera
vez
en
su
vida
un
halcón
real.
Hasta
entonces,
Nasruddin
jamás
había
visto
semejante
clase
de
paloma.
De
modo
que
tomó
unas
tijeras
y
cortó
con
ellas
las
garras,
las
alas
y
el
pico
del
halcón.
«Ahora
pareces
un
pájaro
como
es
debido»,
dijo.
«Tu
cuidador
te
ha
tenido
muy
descuidado».
¡Ay
de
las
gentes
religiosas
que
no
conocen
más
mundo
que
aquel
en
el
que
viven
y
no
tienen
nada
que
aprender
de
las
personas
con
las
que
hablan!
«¿Qué
demonios
estás
haciendo?»,
le
pregunté
al
mono
cuando
le
vi
sacar
un
pez
del
agua
y
colocarlo
en
la
rama
de
un
árbol.
«Estoy
salvándole
de
perecer
ahogado»,
me
respondió.
Lo
que
para
uno
es
comida,
es
veneno
para
otro.
El
sol,
que
permite
ver
al
águila,
ciega
al
búho.
Llevaba
Nasruddin
una
carga
de
sal
al
mercado..
Su
asno
tuvo
que
vadear
un
río
y
la
sal
se
disolvió.
Al
alcanzar
la
otra
orilla,
el
animal
se
puso
a
corretear,
contentísimo
de
haber
visto
aligerada
su
carga.
Pero
Nasruddin
estaba
enfadado
de
veras.
Al
siguiente
día
en
que
había
mercado
Nasruddin
cubrió
los
sacos
con
abundante
algodón.
Al
cruzar
el
río,
el
asno
casi
se
ahoga
por
culpa
del
exceso
de
peso.
«¡Tranquilízate!»,
dijo
alborozado
Nasruddin.
«¡Esto
te
enseñará
que
no
siempre
que
cruces
el
río
vas
a
ganar
tú!».
Dos
hombres
se
aventuraron
en
la
religión.
Uno
de
ellos
salió
vivificado.
El
otro
se
ahogó.
Todo
el
mundo
se
asustó
al
ver
al
Mullah
Nasruddin
recorrer
apresuradamente
las
calles
de
la
aldea,
montado
en
su
asno.
«¿Adónde
vas,
Mullah?,
le
preguntaban.
«Estoy
buscando
a
mi
asno»,
respondía
Nasruddin
al
pasar.
En
cierta
ocasión
vieron
a
Rinzai,
el
Maestro
de
Zen,
buscando
su
propio
cuerpo.
Ello
hizo
que
se
rieran
mucho
sus
más
estúpidos
discípulos.
¡Llega
uno
a
encontrarse
con
gente
seriamente
dedicada
a
buscar
a
Dios!
Le
preguntaron
al
Maestro:
«¿Qué
es
la
espiritualidad?».
«La
espiritualidad»,
respondió,
«es
lo
que
consigue
proporcionar
al
hombre
su
transformación
interior».
«Pero
si
yo
aplico
los
métodos
tradicionales
que
nos
han
transmitido
los
Maestros,
¿no
es
eso
espiritualidad?».
«No
será
espiritualidad
si
no
cumple
para
ti
esa
función.
Una
manta
ya
no
es
una
manta
si
no
te
da
calor».
«¿De
modo
que
la
espiritualidad
cambia?».
«Las
personas
cambian,
y
también
sus
necesidades.
De
modo
que
lo
que
en
otro
tiempo
fue
espiritualidad
ya
no
lo
es.
Lo
que
muchas
veces
pasa
por
espiritualidad
no
es
más
que
la
constancia
escrita
de
métodos
pasados».
Hay
que
cortar
la
chaqueta
de
acuerdo
con
las
medidas
de
la
persona,
v
no
al
revés.
«Usted
perdone»,
le
dijo
un
pez
a
otro,
«es
usted
más
viejo
y
con
más
experiencia
que
yo
y
probablemente
podrá
usted
ayudarme.
Dígame:
¿dónde
puedo
encontrar
eso
que
llaman
Océano?
He
estado
buscándolo
por
todas
partes,
sin
resultado».
«El
Océano»,
respondió
el
viejo
pez,
«es
donde
estás
ahora
mismo».
«¿Esto?
Pero
si
esto
no
es
más
que
agua...
Lo
que
yo
busco
es
el
Océano»,
replicó
el
joven
pez,
totalmente
decepcionado,
mientras
se
marchaba
nadando
a
buscar
en
otra
parte.
Se
acercó
al
Maestro,
vestido
con
ropas
sannyasi
y
hablando
el
lenguaje
de
los
sannyasi:
«He
estado
buscando
a
Dios
durante
años.
Dejé
mi
casa
y
he
estado
buscándolo
en
todas
las
partes
donde
Él
mismo
ha
dicho
que
está:
en
lo
alto
de
los
montes,
en
el
centro
del
desierto,
en
el
silencio
de
los
monasterios
y
en
las
chozas
de
los
pobres».
«¿Y
lo
has
encontrado?»,
le
preguntó
el
Maestro.
«Sería
un
engreído
y
un
mentiroso
si
dijera
que
sí.
No;
no
lo
he
encontrado.
¿Y
tú?».
¿Qué
podía
responderle
el
Maestro?
El
sol
poniente
inundaba
la
habitación
con
sus
rayos
de
luz
dorada.
Centenares
de
gorriones
gorjeaban
felices
en
el
exterior,
sobre
las
ramas
de
una
higuera
cercana.
A
lo
lejos
podía
oírse
el
peculiar
ruido
de
la
carretera.
Un
mosquito
zumbaba
cerca
de
su
oreja,
avisando
que
estaba
a
punto
de
atacar...
Y
sin
embargo,
aquel
buen
hombre
podía
sentarse
allí
y
decir
que
no
había
encontrado
a
Dios,
que
aún
estaba
buscándolo.
Al
cabo
de
un
rato,
decepcionado,
salió
de
la
habitación
del
Maestro
y
se
fue
a
buscar
a
otra
parte.
Deja
de
buscar,
pequeño
pez.
No
hay
nada
que
buscar.
Sólo
tienes
que
estar
tranquilo,
abrir
tus
ojos
y
mirar.
No
puedes
dejar
de
verlo.
¿HAS
OÍDO
EL
CANTO
DE
ESE
PÁJARO?
Los
hindúes
han
creado
una
encantadora
imagen
para
describir
la
relación
entre
Dios
y
su
Creación.
Dios
«danza»
su
Creación.
El
es
su
bailarín;
su
Creación
es
la
danza.
La
danza
es
diferente
del
bailarín;
y,
sin
embargo,
no
tiene
existencia
posible
con
independencia
de
El.
No
es
algo
que
se
pueda
encerrar
en
una
caja
y
llevárselo
a
casa.
En
el
momento
en
que
el
bailarín
se
detiene,
la
danza
deja
de
existir.
En su búsqueda de Dios, el hombre piensa demasiado, reflexiona demasiado, habla demasiado. Incluso cuando contempla esta danza que llamamos Creación, está todo el tiempo pensando, hablando (consigo mismo o con los demás), reflexionando, analizando, filosofando. Palabras, palabras, palabras... Ruido, ruido, ruido... Guarda silencio y mira la danza. Sencillamente, mira: una estrella, una flor, una hoja marchita, un pájaro, una piedra... Cualquier fragmento de la danza sirve. Mira. Escucha. Huele. Toca. Saborea. Y seguramente no tardarás en verle a él, al Bailarín en persona.
El
discípulo
se
quejaba
constantemente
a
su
Maestro
Zen:
«No
haces
más
que
ocultarme
el
secreto
último
del
Zen».
Y
se
resistía
a
creer
las
consiguientes
negativas
del
Maestro.
Un
día,
el
Maestro
se
lo
llevó
a
pasear
con
él
por
el
monte.
Mientras
paseaban,
oyeron
cantar
a
un
pájaro.
«¿Has
oído
el
canto
de
ese
pájaro?»,
le
preguntó
el
Maestro.
«Sí»,
respondió
el
discípulo.
«Bien;
ahora
ya
sabes
que
no
te
he
estado
ocultando
nada».
«Sí»,
asintió.
el
discípulo.
Si
realmente
has
oído
cantar
a
un
pájaro,
si
realmente
has
visto
un
árbol...,
deberías
saber
(más
allá
de
las
palabras
y
los
conceptos).
¿Qué
dices?
¿Que
has
oído
cantar
a
docenas
de
pájaros
y
has
visto
centenares
de
árboles?
Ya.
Pero
lo
que
has
visto
¿era
el
árbol
o
su
descripción?
Cuando
miras
un
árbol
y
ves
un
árbol,
no
has
visto
realmente
el
árbol.
Cuando
miras
un
árbol
y
ves
un
milagro,
entonces,
por
fin,
has
visto
un
árbol.
¿Alguna
vez
tu
corazón
se
ha
llenado
de
muda
admiración
cuando
has
oído
el
canto
de
un
pájaro?
¡PUEDO
CORTAR
MADERA!
Cuando
el
Maestro
de
Zen
alcanzó
la
iluminación,
escribió
lo
siguiente
para
celebrarlo:
«¡Oh,
prodigio
maravilloso:
Puedo
cortar
madera
y
sacar
agua
del
pozo!».
Para la mayoría de la gente no tienen nada de prodigioso actividades tan prosaicas como sacar agua de un pozo o cortar madera. Un vez alcanzada la iluminación, en realidad no cambia nada. Todo sigue siendo igual. Lo que ocurre es que entonces el corazón se llena de asombro. El árbol sigue siendo un árbol; la gente no es distinta de como era antes; y lo mismo sucede con uno mismo. La vida no prosigue de manera diferente. Puede uno ser tan variable o tan ecuánime, tan prudente o tan alocado como antes. Pero sí existe una diferencia importante: ahora puede uno ver todas las cosas de diferente modo. Está uno como más distanciado de todo ello. Y el corazón se llena de asombro.
Esta
es
la
esencia
de
la
contemplación:
la
capacidad
de
asombro.
La
contemplación
se
diferencia
del
éxtasis
en
que
éste
lleva
a
uno
a
«retirarse».
Pero
el
contemplativo
iluminado
sigue
cortando
madera
y
sacando
agua
del
pozo.
La
contemplación
se
diferencia
de
la
percepción
de
la
belleza
en
que
ésta
(un
cuadro
o
una
puesta
de
sol)
produce
un
placer
estético,
mientras
que
la
contemplación
produce
asombro,
prescindiendo
de
que
lo
que
se
contemple
sea
una
puesta
de
sol
o
una
simple
piedra.
Y
ésta
es
prerrogativa
del
niño,
que
con
tanta
frecuencia
se
asombra.
Por
eso
se
encuentra
tan
a
sus
anchas
en
el
Reino
de
los
Cielos.
Nuestro
perro,
Brownie,
estaba
sentado
en
tensión,
las
orejas
aguzadas,
la
cola
meneándose
tensamente,
los
ojos
alerta,
mirando
fijamente
hacia
la
copa
del
árbol.
Estaba
buscando
a
un
mono.
El
mono
era
lo
único
que
en
ese
momento
ocupaba
su
horizonte
consciente.
Y,
dado
que
no
posee
entendimiento,
no
había
un
solo
pensamiento
que
viniera
a
turbar
su
estado
de
absoluta
absorción:
no
pensaba
en
lo
que
comería
aquella
noche,
ni
si
en
realidad
tendría
algo
que
comer,
ni
en
dónde
iba
a
dormir.
Brownie
era
lo
más
parecido
a
la
contemplación
que
yo
haya
visto
jamás.
Tal
vez
tú
mismo
hayas
experimentado
algo
de
esto,
por
ejemplo
cuando
te
has
quedado
completamente
absorto
viendo
jugar
a
un
gatito.
He
aquí
una
fórmula,
tan
buena
como
cualquier
otra
de
las
que
yo
conozco,
para
la
contemplación:
Vive
totalmente
en
el
presente.
Y
un
requerimiento
absolutamente
esencial,
por
increíble
qué
parezca:
Abandona
todo
pensamiento
acerca
del
futuro
y
acerca
del
pasado.
Debes
abandonar,
en
realidad,
todo
pensamiento
toda
frase,
y
hacerte
totalmente
presente.
Y
la
contemplación
se
produce.
Después
de
años
de
entrenamiento,
el
discípulo
pidió
a
su
maestro
que
le
otorgara
la
iluminación.
El
maestro
le
condujo
a
un
bosquecillo
de
bambúes
y
le
dijo:
«Observa
qué
alto
es
ese
bambú.
Y
mira
aquel
otro,
qué
corto
es».
Y
en
aquel
mismo
momento
el
discípulo
recibió
la
iluminación.
Dicen
que
Buda
intentó
practicar
toda
espiritualidad,
toda
forma
de
ascetismo,
toda
disciplina
de
cuantas
se
practicaban
en
la
India
de
su
época,
en
un
esfuerzo
por
alcanzar
la
iluminación.
Y
que
todo
fue
en
vano.
Por
último,
se
sentó
un
día
bajo
un
árbol
que
le
dicen
'bodhi'
y
allí
recibió
la
iluminación.
Más
tarde
transmitió
el
secreto
de
la
iluminación
a
sus
discípulos
con
palabras
que
'pueden
parecer
enigmáticas
a
los
no
iniciados,
especialmente
a
los
que
se
entretienen
en
sus
pensamientos:
«Cuando
respiréis
profundamente,
queridos
monjes,
sed
conscientes
de
que
estáis
respirando
profundamente.
Y
cuando
respiréis
superficialmente,
sed
conscientes
de
que
estáis
respirando
superficialmente.
Y
cuando
respiréis
ni
muy
profunda
ni
muy
superficialmente,
queridos
monjes,
sed
conscientes
de
que
estáis
respirando
ni
muy
profunda
ni
muy
superficialmente».
Conciencia.
Atención.
Absorción.
Nada
más.
Esta
forma
de
quedarse
absorto
podemos
observarla
en
los
niños,
que
son
quienes
tienen
fácil
acceso
al
Reino
de
los
Cielos.
CONSCIENCIA
CONSTANTE
Ningún alumno Zen se atrevería a enseñar a los demás hasta haber vivido con su Maestro al menos durante diez años. Después de diez años de aprendizaje, Tenno se convirtió en maestro.
Un
día
fue
a
visitar
a
su
Maestro
Nan-in.
Era
un
día
lluvioso,
de
modo
que
Tenno
llevaba
chanclos
de
madera
y
portaba
un
paraguas.
Cuando
Tenno
llegó,
Nan-in
le
dijo:
«Has
dejado
tus
chanclos
y
tu
paraguas
a
la
entrada,
¿no
es
así?
Pues
bien:
¿puedes
decirme
si
has
colocado
el
paraguas
a
la
derecha
o
a
la
izquierda
de
los
chanclos?».
Tenno
no
supo
responder
y
quedó
confuso.
Se
dio
cuenta
entonces
de
que
no
había
sido
capaz
de
practicar
la
Conciencia
Constante.
De
modo
que
se
hizo
alumno
de
Nan-in
y
estudió
otros
diez
años
hasta
obtener
la
Conciencia
Constante.
El
hombre
que
es
constantemente
consciente,
el
hombre
que
está
totalmente
presente
en
cada
momento:
ése
es
el
Maestro.
Le
preguntaron
en
cierta
ocasión
a
Buda:
«¿Quién
es
un
hombre
santo?».
Y
Buda
respondió:
«Cada
hora
se
divide
en
cierto
número
de
segundos,
y
cada
segundo
en
cierto
número
de
fracciones.
El
santo
es
en
realidad
el
que
es
capaz
de
estar
totalmente
presente
en
cada
fracción
de
«segundo».
El
guerrero
japonés
fue
apresado
por
sus
enemigos
y
encerrado
en
un
calabozo.
Aquella
noche
no
podía
conciliar
el
sueño,
porque
estaba
convencido
de
que
a
la
mañana
siguiente
habrían
de
torturarle
cruelmente.
Entonces
recordó
las
palabras
de
su
Maestro
Zen:
«El
mañana
no
es
real.
La
única
realidad
es
el
presente».
De
modo
que
volvió
al
presente...
y
se
quedó
dormido.
El
hombre
en
el
que
el
futuro
ha
perdido
su
influencia
se
parece
a
los
pájaros
del
cielo
y
a
los
lirios
del
campo.
Fuera
preocupaciones
por
el
mañana.
Vivir
totalmente
en
el
presente:
He
ahí
al
hombre
santo.
El
templo
había
estado
sobre
una
isla,
dos
millas
mar
adentro.
Tenía
un
millar
de
campanas.
Grandes
y
pequeñas
campanas,
labradas
por
los
mejores
artesanos
del
mundo.
Cuando
soplaba
el
viento
o
arreciaba
la
tormenta,
todas
las
campanas
del
templo
repicaban
al
unísono,
produciendo
una
sinfonía
que
arrebataba
a
cuantos
la
escuchaban.
Pero,
al
cabo
de
los
siglos,
la
isla
se
había
hundido
en
el
mar
y,
con
ella,
el
templo
y
sus
campanas.
Una
antigua
tradición
afirmaba
que
las
campanas
seguían
repicando
sin
cesar
y
que
cualquiera
que
escuchara
atentamente
podría
oírlas.
Movido
por
esta
tradición,
un
joven
recorrió
miles
de
millas,
decidido
a
escuchar
aquellas
campanas.
Estuvo
sentado
durante
días
en
la
orilla,
frente
al
lugar
en
el
que
en
otro
tiempo
se
había
alzado
el
templo,
y
escuchó,
y
escuchó
con
toda
atención.
Pero
lo
único
que
oía
era
el
ruido
de
las
olas
al
romper
contra
la
orilla.
Hizo
todos
los
esfuerzos
posibles
por
alejar
de
sí
el
ruido
de
las
olas,
al
objeto
de
poder
oír
las
campanas.
Pero
todo
fue
en
vano;
el
ruido
del
mar
parecía
inundar
el
universo.
Persistió
en
su
empeño
durante
semanas.
Cuando
le
invadió
el
desaliento,
tuvo
ocasión
de
escuchar
a
los
sabios
de
la
aldea,
que
hablaban
con
unción
de
la
leyenda
de
las
campanas
del
templo
y
de
quienes
las
habían
oído
y
certificaban
lo
fundado
de
la
leyenda.
Su
corazón
ardía
en
llamas
al
escuchar
aquellas
palabras...
para
retornar
al
desaliento
cuando,
tras
nuevas
semanas
de
esfuerzo,
no
obtuvo
ningún
resultado.
Por
fin
decidió
desistir
de
su
intento.
Tal
vez
él
no
estaba
destinado
a
ser
uno
de
aquellos
seres
afortunados
a
quienes
les
era
dado
oír
las
campanas.
O
tal
vez
no
fuera
cierta
la
leyenda.
Regresaría
a
su
casa
y
reconocería
su
fracaso.
Era
su
último
día
en
el
lugar
y
decidió
acudir
una
última
vez
a
su
observatorio,
par
decir
adiós
al
mar,
al
cielo,
al
viento
y
a
los
cocoteros.
Se
tendió
en
la
arena,
contemplando
el
cielo
y
escuchando
el
sonido
del
mar.
Aquel
día
no
opuso
resistencia
a
dicho
sonido,
sino
que,
por
el
contrario,
se
entregó
a
él
y
descubrió
que
el
bramido
de
las
olas
era
un
sonido
realmente
dulce
y
agradable.
Pronto
quedó
tan
absorto
en
aquel
sonido
que
apenas
era
consciente
de
sí
mismo.
Tan
profundo
era
el
silencio
que
producía
en
su
corazón...
¡Y en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra... Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y de alegría.
Si
deseas
escuchar
las
campanas
del
templo,
escucha
el
sonido
del
mar.
Si
deseas
ver
a
Dios,
mira
atentamente
la
creación.
No
la
rechaces:
no
reflexiones
sobre
ella.
Simplemente,
mírala.
En
el
Evangelio
de
San
Juan
leemos:
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros... Mediante ella se hizo todo; sin ella no se hizo nada de cuanto ha sido creado. Todo lo que llegó a ser estaba lleno de su vida. Y esa vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas jamás la han apagado.
Fíjate
en
las
tinieblas.
No
pasará
mucho
tiempo
antes
de
que
veas
la
luz.
Observa
silenciosamente
todas
las
cosas.
No
pasará
mucho
tiempo
antes
de
que
veas
la
Palabra.
La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros...
Resulta
penoso
comprobar
los
denodados
esfuerzos
de
quienes
tratan
de
convertir
de
nuevo
la
carne
en
palabra.
Palabras,
palabras,
palabras...
Una
antigua
historia
hindú:
Érase una vez un mercader que naufragó y fue arrastrado hasta las costas de Ceylán, donde Vibhishana era el rey de los monstruos. El mercader fue llevado a presencia del rey. Al verle, Vibhishana quedó extasiado de gozo y dijo: «¡Ah, cómo se parece a mi Rama. Es idéntico a él!». Entonces cubrió al mercader de ricos vestidos y joyas y le adoró.
Dice el místico hindú Ramakrishna: «La primera vez que escuché esta historia sentí una alegría indescriptible. Si a Dios se le puede adorar a través de una imagen de barro, ¿por qué no se le va a Poder adorar a través del hombre?
Un
vecino
encontró
a
Nasruddin
cuando
éste
andaba
buscando
algo
de
rodillas.
«¿Qué
andas
buscando,
Mullab?».
«Mi
llave.
La
he
perdido».
Y
arrodillados
los
dos,
se
pusieron
a
buscar
la
llave
perdida.
Al
cabo
de
un
rato
dijo
el
vecino:
«¿Dónde
la
perdiste?».
«En
casa».
«¡Santo
Dios!
Y
entonces,
¿por
qué
la
buscas
aquí?».
«Porque
aquí
hay
más
luz».
¿De
qué
vale
buscar
a
Dios
en
lugares
santos
si
donde
lo
has
perdido
ha
sido
en
tu
corazón?
Preguntaba
el
monje:
«Todas
estas
montañas
y
estos
ríos
y
la
tierra
y
las
estrellas...
¿de
dónde
vienen?
Y
preguntó
el
Maestro:
«¿Y
de
dónde
viene
tu
pregunta?».
¡Busca en tu interior!
La
vida
es
como
una
botella
de
buen
vino.
Algunos
se
contentan
con
leer
la
etiqueta.
Otros
prefieren
probar
su
contenido.
En
cierta
ocasión
mostró
Buda
una
flor
a
sus
discípulos
y
les
pidió
que
dijeran
algo
acerca
de
ella.
Ellos
estuvieron
un
rato
contemplándola
en
silencio.
Uno
pronunció
una
conferencia
filosófica
sobre
la
flor.
Otro
creó
un
poema.
Otro
ideó
una
parábola.
Todos
tratando
de
quedar
por
encima
de
los
demás.
¡Fabricantes de etiquetas!
Mahakashyap
miró
la
flor,
sonrió
y
no
dijo
nada.
Sólo
él
la
había
visto.
¡Si
tan
sólo
pudiera
probar
un
pájaro,
una
flor,
un
árbol,
un
rostro
humano...
!
Pero
¡ay!
¡No
tengo
tiempo!
Estoy
demasiado
ocupado
en
aprender
a
descifrar
etiquetas
y
en
producir
las
mías
propias.
Pero
ni
siquiera
una
vez
he
sido
capaz
de
embriagarme
con
el
vino.
El
místico
regresó
del
desierto.
«Cuéntanos»,
le
dijeron
con
avidez,
«¿cómo
es
Dios?».
Pero
¿cómo
podría
él
expresar
con
palabras
lo
que
había
experimentado
en
lo
más
profundo
de
su
corazón?
¿Acaso
se
puede
expresar
la
Verdad
con
palabras?
Al
fin
les
confió
una
fórmula
-inexacta,
eso
sí,
e
insuficiente-,
en
la
esperanza
de
que
alguno
de
ellos
pudiera,
a
través
de
ella,
sentir
la
tentación
de
experimentar
por
sí
mismo
lo
que
él
había
experimentado.
Ellos
aprendieron
la
fórmula
y
la
convirtieron
en
un
texto
sagrado.
Y
se
la
impusieron
a
todos
como
si
se
tratara
de
un
dogma.
Incluso
se
tomaran
el
esfuerzo
de
difundirla
en
países
extranjeros.
Y
algunos
llegaron
a
dar
su
vida
por
ella.
Y
el
místico
quedó
triste.
Tal
vez
habría
sido
mejor
que
no
hubiera
dicho
nada.
El
explorador
había
regresado
junto
a
los
suyos,
que
estaban
ansiosos
por
saberlo
todo
acerca
del
Amazonas.
Pero
¿cómo
podía
él
expresar
con
palabras
la
sensación
que
había
inundado
su
corazón
cuando
contempló
aquellas
flores
de
sobrecogedora
belleza
y
escuchó
los
sonidos
nocturnos
de
la
selva?
¿Cómo
comunicar
lo
que
sintió
en
su
corazón
cuando
se
dio
cuenta
del
peligro
de
las
fieras
o
cuando
conducía
su
canoa
por
las
inciertas
aguas
del
río?
Y les dijo: «Id y descubridlo vosotros mismos. Nada puede sustituir al riesgo y a la experiencia personales». Pero, para orientarles, les hizo un mapa del Amazonas.
Ellos
tomaron
el
mapa
y
lo
colocaron
en
el
Ayuntamiento.
E
hicieron
copias
de
él
para
cada
uno.
Y
todo
el
que
tenía
una
copia
se
consideraba
un
experto
en
el
Amazonas,
pues
¿no
conocía
acaso
cada
vuelta
y
cada
recodo
del
río,
y
cuán
ancho
y
profundo
era,
y
dónde
había
rápidos
y
dónde
se
hallaban
las
cascadas?
El
explorador
se
lamentó
toda
su
vida
de
haber
hecho
aquel
mapa.
Habría
sido
preferible
no
haberlo
hecho.
Cuentan
que
Buda
se
negaba
resueltamente
a
hablar
de
Dios.
Probablemente
sabía
los
peligros
de
hacer
mapas
para
expertos
en
potencia.
TOMÁS
DE
AQUINO
DEJA
DE
ESCRIBIR
Cuentan
las
crónicas
que
Tomás
de
Aquino,
uno
de
los
teólogos
más
portentosos
de
la
historia,
hacia
el
final
de
su
vida
dejó
de
Pronto
de
escribir.
Cuando
su
secretario
se
le
quejaba
de
que
su
obra
estaba
sin
concluir,
Tomás
le
replicó:
«Hermano
Reginaldo,
hace
unos
meses,
celebrando
la
liturgia,
experimenté
algo
de
lo
Divino.
Aquel
día
perdí
todas
las
ganas
que
tenía
de
escribir.
En
realidad,
todo
lo
que
he
escrito
acerca
de
Dios
me
parece
ahora
como
si
no
fuera
más
que
paja».
¿Cómo
puede
ser
de
otra
manera
cuando
el
intelectual
se
hace
místico?
Cuando el místico bajó de la montaña se le acercó. el ateo, el cual le dijo con aire sarcástico:
«¿Qué
nos
has
traído
del
jardín
de
las
delicias
en
el
que
has
estado?».
Y
el
místico
'le
respondió:
«En
realidad
tuve
intención
de
llenar
mi
faldón
de
flores
para,
a
mi
regreso,
regalar
algunas
de
ellas
a
mis
amigos.
Pero
estando
allí,
de
tal
forma
me
embriagó
la
fragancia
del
jardín
que
hasta
me
olvidé
del
faldón».
Los
Maestros
de
Zen
lo
expresan
más
concisamente:
«El
que
sabe
no
habla.
El
que
habla
no
sabe».
EL
ESCOZOR
DEL
DERVICHE.
Estaba
pacíficamente
sentado
un
derviche
a
la
orilla
de
un
río
cuando
un
transeúnte
que
pasó
por
allí,
al
ver
la
parte
posterior
de
su
cuello
desnudo,
no
pudo
resistir
la
tentación
de
darle
un
sonoro
golpe.
Y
quedó
encantado
del
sonido
que
su
golpe
había
producido
en
el
cuello
del
derviche,
pero
éste
se
dolía
del
escozor
y
se
levantó
para
devolverle
el
golpe.
«Espera
un
momento»,
dijo
el
agresor.
«Puedes
devolverme
el
golpe
si
quieres,
pero
responde
primero
a
la
pregunta
que
quiero
hacerte:
¿Qué
es
lo
que
ha
producido
el
ruido:
mi
mano
o
tu
cuello?
Y
replicó
el
derviche:
«Respóndete
tú
mismo.
A
mí,
el
dolor
no
me
permite
teorizar.
Tú
puedes
hacerlo
porque
no
sientes
lo
mismo
que
yo».
Cuando se experimenta lo divino, se reducen considerablemente las ganas de teorizar.