TONY DE MELLO
Extracto 2º del libro "Una llamada al amor"
Meditación
29
"El
que
encuentre
su
vida,
la
perderá:
y
el
que
pierda
su
vida
por
mí.
!a
encontrará"
(Mt
10.39)
¿Has
pensado
alguna
vez
que
quienes
más
miedo
tienen
a
morir
son
los
que
más
miedo
tienen
a
vivir?
¿Que
al
pretender
escapar
a
la
muerte
estamos
huyendo
de
la
vida?
Imagínate
a
un
hombre
que
viviera
en
un
miserable
ático
sin
luz
y
sin
apenas
ventilación;
imagínate
además
que
a
ese
hombre
le
da
verdadero
terror
bajar
las
escaleras,
porque
ha
oído
hablar
de
quienes
han
rodado
por
ellas
y
se
han
roto
el
cuello,
y
que
jamás
se
le
ocurriría
cruzar
la
calle,
porque
le
han
dicho
que
al
intentar
hacerlo
han
sido
atropelladas
centenares
de
personas.
Y,
naturalmente,
si
no
es
capaz
de
cruzar
una
calle,
mucho
menos
podrá
cruzar
un
océano,
o
un
continente...
o
pasar
de
un
universo
mental
a
otro.
Lo
que
hace
ese
hombre
es
aferrarse
a
su
pequeño
cuchitril,
en
un
desesperado
intento
de
eludir
la
muerte,
con
lo
que
al
mismo
tiempo
elude
también
la
vida.
¿Qué
es
la
muerte?
Una
pérdida,
una
desaparición,
un
marcharse,
un
decir
adiós.
Cuando
te
aferras
a
algo,
te
niegas
a
marcharte,
te
niegas
a
decir
adiós,
te
resistes
a
la
muerte.
Y,
aunque
no
te
des
cuenta,
te
resistes
también
a
la
vida.
Porque
la
vida
está
en
movimiento,
y
tú,
en
cambio,
estás
fijo;
la
vida
fluye,
y
tú,
en
cambio,
te
has
estancado;
la
vida
es
flexible
y
libre,
y
tú,
en
cambio,
estás
rígido
y
paralizado.
La
vida
se
lo
lleva
todo,
y
tú,
en
cambio,
ansías
estabilidad
y
permanencia.
Por
eso
temes
a
la
vida
y
temes
a
la
muerte:
porque
te
aferras.
Si
no
te
aferraras
a
nada,
si
no
temieras
perder
nada,
entonces
serías
libre
para
fluir
como
el
torrente
de
la
montaña,
siempre
fresco,
vivo
y
cambiante.
Hay
personas
que
no
pueden
soportar
la
sola
idea
de
perder
a
un
ser
querido,
y
prefieren
no
pensar
siquiera
en
ello;
o
bien,
les
horroriza
la
simple
posibilidad
de
poner
en
duda
y
acabar
perdiendo
una
creencia,
una
ideología
o
una
teoría
que
siempre
han
estimado;
o
están
convencidas
de
que
jamás
podrían
vivir
sin
tal
o
cual
persona,
lugar
o
cosa
que
tienen
en
gran
aprecio.
¿Quieres
conocer
una
forma
de
medir
tu
grado
de
rigidez
y
de
inercia?
Observa
la
cantidad
de
dolor
que
experimentas
cuando
pierdes
a
una
persona,
una
cosa
o
una
idea
muy
queridas
para
ti.
El
dolor
y
la
aflicción
revelan
tu
apego
a
ellas,
¿no
es
verdad?
¿Por
qué
te
aflige
tanto
la
muerte
de
un
ser
querido
o
la
pérdida
de
un
amigo?
Porque
nunca
te
paras
a
pensar
en
serio
que
todas
las
cosas
cambian,
pasan
y
mueren.
Por
eso
la
muerte,
la
pérdida
y
la
separación
te
pillan
tan
de
sorpresa.
Prefieres
vivir
en
el
pequeño
ático
de
tu
ilusión,
pretendiendo
que
las
cosas
no
cambien
nunca
y
sigan
siendo
siempre
las
mismas.
Por
eso,
cuando
la
vida
hace
añicos
violentamente
tu
ilusión,
experimentas
tanto
dolor.
Para
vivir
debes
mirar
de
frente
a
la
realidad;
sólo
así
te
liberarás
del
temor
a
perder
a
las
personas
y
adquirirás
el
gusto
por
la
novedad,
el
cambio
y
la
incertidumbre;
sólo
así
se
desvanecerá
tu
miedo
a
perder
lo
ya
familiar
y
conocido
y
esperarás
y
acogerás
ilusionado
lo
nuevo
y
desconocido.
Si
es
la
vida
lo
que
ambicionas,
he
aquí
un
ejercicio
que
tal
vez
te
resulte
doloroso,
pero
que,
si
eres
capaz
de
hacerlo,
te
proporcionará
el
optimismo
de
la
libertad:
Pregúntate
si
hay
algo
o
alguien
cuya
pérdida
te
causaría
una
gran
aflicción.
Puede
que
seas
de
esas
personas
que
no
pueden
soportar
la
mera
idea
de
la
muerte
o
la
pérdida
de
un
ser
querido.
Si
es
así,
y
en
la
medida
en
que
lo
sea,
estás
muerto.
Lo
que
hay
que
hacer
es
afrontar
la
muerte,
la
pérdida,
la
separación
de
las
cosas
y
personas
queridas.
Considera,
una
por
una,
a
esas
personas
y
cosas
e
imagina
que
han
desaparecido
de
tu
lado
para
siempre,
y
diles
adiós
en
tu
corazón.
Dale
las
gracias
y
dile
adiós
a
cada
una
de
ellas.
Vas
a
sentir
dolor,
y
vas
a
sentir
también
cómo
dejas
de
aferrarte
a
ello;
a
continuación
brotará
en
tu
conciencia
algo
distinto:
una
soledad
que
crece
cada
vez
más,
hasta
convertirse
en
algo
parecido
a
la
infinita
inmensidad
del
cielo.
Pues
bien,
en
esa
soledad
está
la
libertad.
En
esa
soledad
está
la
vida.
En
ese
no-aferrarse
está
la
decisión
de
fluir
libremente,
de
disfrutar,
gustar
y
saborear
cada
nuevo
instante
de
la
vida;
una
vida
que
ahora
es
mucho
más
dulce,
porque
ha
quedado
libre
de
la
inquietud,
la
tensión
y
la
inseguridad;
libre
del
temor
a
la
pérdida
y
a
la
muerte
que
siempre
acompaña
al
deseo
de
permanecer
y
de
aferrarse.
Meditación
30
"La
lámpara
de
tu
cuerpo
es
tu
ojo;
si
tu
ojo
está
sano,
todo
tu
cuerpo
estará
luminoso;
pero,
si
está
enfermo,
tu
cuerpo
estará
a
oscuras"
(Lc
11,34)
Pensamos
que
el
mundo
se
salvaría
si
tan
sólo
fuéramos
capaces
de
generar
mayores
dosis
de
buena
voluntad
y
tolerancia.
Lo
cual
es
falso.
Lo
que
puede
salvar
al
mundo
no
es
la
buena
voluntad
o
la
tolerancia,
sino
la
clarividencia.
¿De
qué
sirve
que
seas
tolerante
con
los
demás
si
estás
convencido
de
que
eres
tú
quien
tiene
razón
y
de
que
quienes
no
piensan
como
tú
están
equivocados?
Eso
no
es
tolerancia,
sino
condescendencia.
Eso
no
lleva
a
la
unión
de
los
corazones,
sino
a
la
división,
porque
tú
te
colocas
arriba
y
pones
a
los
demás
abajo:
unas
posiciones
que
sólo
pueden
dar
lugar
a
un
sentido
de
superioridad
por
tu
parte
y
a
un
resentimiento
por
parte
de
tus
semejantes,
originando
con
ello
una
mayor
intolerancia.
La
verdadera
tolerancia
brota
únicamente
de
una
viva
conciencia
de
la
profunda
ignorancia
que
a
todos
nos
aqueja
en
relación
con
la
verdad.
Porque
la
verdad
es,
esencialmente,
misterio.
La
mente
puede
sentirla,
pero
no
comprenderla,
y
menos
aún
formularla.
Nuestras
creencias
pueden
vislumbrarla,
pero
no
expresarla
con
palabras.
A
pesar
de
lo
cual,
la
gente
habla
con
entusiasmo
del
valor
del
diálogo,
el
cual,
en
el
peor
de
los
casos,
es
un
intento
camuflado
de
convencer
al
otro
de
la
rectitud
de
tu
propia
postura,
y
en
la
mejor
de
las
hipótesis
te
impedirá
parecerte
a
la
rana
en
su
charca,
que
piensa
que
ésta
(la
charca)
es
el
único
mundo
que
existe.
¿Qué
ocurre
cuando
se
reúnen
ranas
de
diferentes
charcas
para
dialogar
acerca
de
sus
convicciones
y
experiencias?
Ocurre
que
sus
horizontes
se
ensanchan,
hasta
el
punto
de
admitir
la
existencia
de
otras
charcas
distintas
de
la
propia.
Pero
aún
no
tienen
la
menor
sospecha
de
que
existe
un
océano
de
verdad
que
no
puede
ser
encerrado
dentro
de
los
límites
de
sus
charcas
conceptuales.
Y
nuestras
pobres
ranas
siguen
divididas
y
hablando
en
términos
de
tuyo
y
mío:
tus
experiencias,
tus
convicciones,
tu
ideología...
y
las
mías.
El
compartir
fórmulas
no
enriquece
a
quienes
las
comparten,
porque
las
fórmulas,
al
igual
que
los
límites
de
las
charcas,
dividen;
sólo
el
océano
ilimitado
une.
Ahora
bien,
para
llegar
a
ese
océano
de
verdad
que
no
conoce
los
límites
de
las
fórmulas,
es
esencial
poseer
el
don
de
la
clarividencia.
¿Qué
es
la
clarividencia
y
cómo
se
obtiene?
Lo
primero
que
debes
saber
es
que
la
clarividencia
no
requiere
demasiados
conocimientos.
Es
algo
tan
simple
que
está
al
alcance
de
un
niño
de
diez
meses.
No
requiere
conocimientos,
sino
ignorancia;
no
requiere
talento,
sino
valor.
Lo
comprenderás
si
piensas
en
un
niño
en
brazos
de
una
vieja
y
fea
criada.
El
niño
es
demasiado
joven
para
haber
adquirido
los
prejuicios
de
sus
mayores.
Por
eso,
cuando
se
encuentra
cálidamente
instalado
entre
los
brazos
de
esa
mujer,
no
está
respondiendo
a
ningún
tipo
de
"clichés"
mentales
(clichés
como
"mujer
blanca-mujer
negra",
"fea-guapa",
"vieja-joven",
"madre-criada",
etc.)
sino
que
está
respondiendo
a
la
realidad.
Esa
mujer
satisface
la
necesidad
que
el
niño
tiene
de
amor,
y
es
a
esta
realidad
a
la
que
el
niño
responde,
no
al
nombre,
la
apariencia,
la
religión
o
la
raza
de
la
mujer.
Todas
estas
cosas
son
para
él
absolutamente
irrelevantes.
El
niño
carece
todavía
de
creencias
y
de
prejuicios.
Éste
es
el
medio
en
el
que
puede
darse
la
clarividencia,
y
para
obtenerla
hay
que
olvidarse
de
todo
cuanto
se
ha
aprendido
y
adquirir
la
mente
del
niño,
libre
de
esas
experiencias
pasadas
y
esa
"programación"
que
tanto
oscurecen
nuestra
forma
de
ver
la
realidad.
Mira
en
tu
interior,
estudia
tus
reacciones
frente
a
las
personas
y
las
situaciones,
y
sentirás
horror
al
descubrir
la
cantidad
de
prejuicios
que
subyacen
a
tus
reacciones.
Casi
nunca
respondes
a
la
realidad
concreta
de
la
persona
o
cosa
que
tienes
delante.
A
lo
que
respondes
es
a
una
serie
de
principios,
ideologías
y
creencias
económicas,
políticas,
religiosas
y
psicológicas;
a
un
montón
de
ideas
preconcebidas
y
de
prejuicios,
tanto
positivos
como
negativos.
Considera,
una
por
una,
cada
persona,
cada
cosa
y
cada
situación,
y
trata
de
averiguar
cuál
es
tu
predisposición
con
respecto
a
cada
una
de
ellas,
separando
la
realidad
respectiva
de
tus
percepciones
y
proyecciones
programadas.
Este
ejercicio
te
proporcionará
una
revelación
tan
divina
como
cualquiera
de
las
que
pueda
proporcionarte
la
Escritura.
Pero
no
son
los
prejuicios
y
las
creencias
los
únicos
enemigos
de
la
clarividencia.
Hay
otra
pareja
de
enemigos
que
llamamos
"deseo"
y
"miedo".
Para
que
el
pensamiento
esté
incontaminado
de
toda
emoción,
y
concretamente
de
deseo,
de
miedo
y
de
egoísmo,
se
requiere
una
ascesis
verdaderamente
aterradora.
Las
personas
creen
equivocadamente
que
su
pensamiento
es
producto
de
su
mente;
en
realidad
es
producto
de
su
corazón,
que
primero
dicta
una
determinada
conclusión
y
luego
ordena
a
la
mente
que
elabore
el
razonamiento
con
que
poder
apoyarla.
He
aquí,
pues,
otra
fuente
de
revelación
divina.
Examina
algunas
de
las
conclusiones
a
las
que
has
llegado
y
comprueba
cómo
han
sido
adulteradas
por
tu
egoísmo.
Esto
vale
para
cualquier
conclusión,
a
no
ser
que
la
consideres
provisional.
Fíjate
cuán
estrechamente
te
aferras
a
tus
conclusiones
relativas
a
las
personas,
por
ejemplo.
¿Acaso
están
esos
juicios
completamente
libres
de
toda
emoción?
Si
así
lo
crees,
es
muy
probable
que
no
te
hayas
fijado
suficientemente.
Ésta
es,
precisamente,
la
principal
causa
de
los
desacuerdos
y
las
divisiones
que
se
dan
entre
naciones
y
entre
individuos.
Tus
intereses
no
coinciden
con
los
míos,
y
por
eso
tu
pensamiento
y
tus
conclusiones
tampoco
concuerdan
con
los
míos.
¿Cuántas
personas
conoces
cuya
manera
de
pensar,
al
menos
en
ocasiones,
se
oponga
a
sus
intereses?
¿Cuántas
veces
has
conseguido
conseguido
colocar
una
barrera
insalvable
entre
los
pensamientos
que
ocupan
tu
mente
y
los
miedos
y
deseos
que
se
agitan
en
tu
corazón?
Cada
vez
que
lo
intentes,
comprobarás
que
lo
que
la
clarividencia
requiere
no
son
conocimientos
o
informaciones.
Esto
se
adquiere
fácilmente;
no
así
el
valor
para
hacer
frente
con
éxito
al
miedo
y
al
deseo,
porque,
en
el
momento
en
que
desees
o
temas
algo,
tu
corazón,
consciente
o
inconscientemente,
se
interpondrá
y
servirá
de
obstáculo
a
tu
pensamiento.
Ésta
es
una
consideración
para
"gigantes"
espirituales
que
han
logrado
darse
cuenta
de
que,
para
encontrar
la
verdad,
lo
que
necesitan
no
son
formulaciones
doctrinales,
sino
un
corazón
capaz
de
renunciar
a
su
"programación"
y
a
su
egoísmo
cada
vez
que
el
pensamiento
se
pone
en
marcha;
un
corazón
que
no
tenga
nada
que
proteger
y
nada
que
ambicionar
y
que,
por
consiguiente,
deje
a
la
mente
vagar
sin
trabas,
libre
y
sin
ningún
temor,
en
busca
de
la
verdad;
un
corazón
que
esté
siempre
dispuesto
a
aceptar
nuevos
datos
y
a
cambiar
de
opinión.
Un
corazón
así
acaba
convirtiéndose
en
una
lámpara
que
disipa
la
oscuridad
que
envuelve
el
cuerpo
entero
de
la
humanidad.
Si
todos
los
seres
humanos
estuvieran
dotados
de
un
corazón
semejante,
ya
no
se
verían
a
sí
mismos
como
"comunistas"
o
"capitalistas",
como
"cristianos",
"musulmanes"
o
"budistas",
sino
que
su
propia
clarividencia
les
haría
ver
que
todos
sus
pensamientos,
conceptos
y
creencias
son
lámparas
apagadas,
signos
de
su
ignorancia.
Y,
al
verlo,
desaparecerían
los
límites
de
sus
respectivas
charcas,
y
se
verían
inundados
por
el
océano
que
une
a
todos
los
seres
humanos
en
la
verdad.
Meditación
31
"Por
eso,
estad
también
vosotros
preparados,
porque
cuando
menos
lo
esperéis
vendrá
el
Hijo
del
hombre"
(Mt
24,44)
Tarde
o
temprano
brota
en
todo
corazón
humano
el
deseo
de
santidad,
de
espiritualidad,
de
Dios,
o
como
se
quiera
llamar.
Oímos
a
los
místicos
hablar
de
una
divinidad
que
les
envuelve
por
todas
partes,
que
está
a
nuestro
alcance
y
que,
si
fuéramos
capaces
de
descubrirla,
podría
hacer
que
nuestras
vidas
tuvieran
sentido
y
fueran
ricas
y
hermosas.
La
gente
tiene
una
vaga
idea
a
este
respecto,
y
por
ello
lee
libros
y
consulta
a
los
gurus,
tratando
de
averiguar
qué
es
lo
que
deben
hacer
para
obtener
esa
cosa
tan
esquiva
que
llamamos
"santidad"
o
"espiritualidad".
Para
lo
cual
prueban
toda
clase
de
métodos,
técnicas,
ejercicios
espirituales
y
fórmulas...
y,
al
cabo
de
años
de
inútiles
esfuerzos,
acaban
desanimados
y
confundidos
y
se
preguntan
en
qué
se
habrán
equivocado.
Y,
por
lo
general,
se
culpan
a
sí
mismos:
si
hubieran
practicado
las
técnicas
con
mayor
regularidad,
si
hubieran
sido
más
fervorosos
o
más
generosos...,
lo
habrían
logrado.
¿Lograr
qué?
De
hecho,
no
tienen
muy
claro
en
qué
consiste
esa
santidad
que
andan
buscando,
aunque
sí
saben,
ciertamente,
que
sus
vidas
siguen
siendo
un
fracaso
y
que
ellos
siguen
siendo
unos
seres
angustiados,
inseguros,
llenos
de
miedo,
resentidos,
despiadados,
avaros,
ambiciosos
y
manipuladores.
Por
eso
vuelven
a
emprender,
con
renovado
ímpetu,
el
esfuerzo
y
el
trabajo
que
creen
imprescindibles
para
alcanzar
su
objetivo.
Nunca
se
han
parado
a
considerar
algo
tan
simple
como
es
el
hecho
de
que
sus
esfuerzos
no
van
a
llevarles
a
ninguna
parte.
Lo
único
que
van
a
conseguir
con
sus
esfuerzos
es
empeorar
las
cosas,
del
mismo
modo
que
empeoran
las
cosas
cuando
se
intenta
apagar
un
fuego
con
más
fuego.
El
esfuerzo
no
produce
el
crecimiento;
sea
cual
sea
la
forma
que
adopte
(la
fuerza,
la
costumbre,
una
determinada
técnica
o
un
determinado
ejercicio
espiritual),
el
esfuerzo
no
origina
el
cambio.
A
lo
más,
conduce
a
la
represión
y
a
encubrir
el
verdadero
mal.
El
esfuerzo
sí
puede
modificar
la
conducta,
pero
no
cambia
a
la
persona.
Piensa
en
la
mentalidad
que
subyace
a
la
pregunta
"¿Qué
debo
hacer
para
alcanzar
la
santidad?".
Es
algo
así
como
preguntar:
"¿Cuánto
dinero
tengo
que
gastar
para
comprar
tal
cosa?,
¿qué
sacrificio
debo
hacer?,
¿a
qué
disciplina
tengo
que
someterme?,
¿qué
clase
de
meditación
debo
practicar
para
obtenerlo?...
"
Imagínate
a
un
hombre
que
deseara
obtener
el
amor
de
una
mujer
y,
para
ello,
tratara
de
mejorar
su
apariencia,
reconstruir
su
cuerpo,
cambiar
su
conducta
y
practicar
técnicas
de
seducción...
De
hecho,
no
vas
a
conseguir
el
amor
de
los
demás
a
base
de
practicar
técnicas,
sino
a
base
de
ser
una
determinada
clase
de
persona.
Y
esto
no
se
logra
con
esfuerzos
ni
con
técnicas
de
ningún
tipo.
Lo
mismo
sucede
con
la
espiritualidad
y
la
santidad.
No
dependen
de
lo
que
hagas
(no
se
trata
de
una
mercancía
que
pueda
comprarse
ni
de
un
premio
que
pueda
ganarse);
dependen
de
lo
que
seas.
La
santidad
no
es
un
logro,
es
una
Gracia.
Una
Gracia
llamada
conciencia,
visión,
observación,
comprensión...
Sólo
con
que
encendieras
la
luz
de
la
conciencia
y
te
observaras
a
ti
mismo
y
cuanto
te
rodea
a
lo
largo
del
día;
sólo
con
que
te
vieras
reflejado
en
el
espejo
de
la
conciencia
del
mismo
modo
que
ves
tu
rostro
reflejado
en
un
espejo
de
cristal,
es
decir,
con
fidelidad
y
claridad,
tal
como
eres,
sin
la
menor
distorsión
ni
el
menor
añadido,
y
observaras
dicho
reflejo
sin
emitir
juicio
ni
condena
de
ningún
tipo,
experimentarías
los
maravillosos
cambios
de
toda
clase
que
se
producen
en
ti.
Lo
que
ocurre
es
que
no
puedes
controlar
dichos
cambios,
ni
eres
capaz
de
planificarlos
de
antemano
ni
de
decidir
cómo
y
cuándo
tienen
que
producirse.
Es
esta
clase
de
conciencia
que
no
emite
juicios
la
única
capaz
de
sanarte,
de
cambiarte
y
de
hacerte
crecer.
Pero
lo
hace
a
su
manera
y
a
su
tiempo.
¿De
qué
debes
ser
consciente
concretamente?
De
tus
reacciones
y
de
tus
relaciones.
Cada
vez
que
estás
en
presencia
de
una
persona
(la
que
sea
y
en
la
situación
en
que
sea),
tienes
toda
clase
de
reacciones,
positivas
y
negativas.
Estudia
esas
reacciones,
observa
cuáles
son
exactamente
y
de
dónde
provienen,
sin
reconvención
o
culpabilización
de
ningún
tipo,
incluso
sin
deseo
alguno,
y,
sobre
todo,
sin
tratar
de
cambiarlas.
Eso
es
todo
lo
que
hace
falta
para
que
brote
la
santidad.
Pero
¿no
constituye
la
conciencia
en
sí
misma
un
esfuerzo?
No,
si
la
has
percibido
aunque
no
sea
más
que
una
vez.
Porque
entonces
comprenderás
que
la
conciencia
es
un
placer:
el
placer
de
un
niño
que
sale
asombrado
a
descubrir
el
mundo;
porque,
incluso
cuando
la
conciencia
te
hace
descubrir
en
ti
cosas
que
te
desagradan,
siempre
ocasiona
liberación
y
gozo.
Y
entonces
sabrás
que
la
vida
inconsciente
no
merece
ser
vivida,
porque
está
excesivamente
llena
de
oscuridad
y
de
dolor.
Si
al
principio
sientes
pereza
en
practicar
la
conciencia,
no
te
violentes.
Sería
un
esfuerzo
más.
Limítate
a
ser
consciente
de
tu
pereza,
sin
juzgar
ni
condenar.
Comprenderás
entonces
que
la
conciencia
requiere
el
mismo
esfuerzo
que
el
que
tiene
que
realizar
un
enamorado
para
acudir
junto
a
su
amada,
o
un
hambriento
para
comer,
o
un
montañero
para
escalar
la
montaña
de
sus
sueños;
tal
vez
haya
que
emplear
mucha
energía,
tal
vez
sea
incluso
penoso,
pero
no
es
cuestión
de
esfuerzo;
¡es
hasta
divertido!
En
otras
palabras,
la
conciencia
es
una
actividad
fácil.
Pero
¿te
va
a
proporcionar
la
conciencia
la
santidad
que
tanto
anhelas?
Sí
y
no.
De
hecho,
nunca
lo
sabrás,
porque
la
verdadera
santidad,
la
que
no
se
obtiene
a
base
de
técnicas,
de
esfuerzos
y
de
represión,
es
absolutamente
espontánea.
Jamás
vas
a
tener
la
menor
conciencia
de
que
se
da
en
ti.
Por
lo
demás,
no
debes
preocuparte,
porque
la
misma
ambición
de
ser
santo
se
desvanecerá
en
cuanto
vivas,
momento
a
momento,
una
vida
plena,
feliz
y
transparente
gracias
a
la
conciencia.
Te
basta
con
estar
vigilante
y
despierto,
porque
así
tus
ojos
verán
al
Salvador.
No
te
hace
falta
absolutamente
nada
más:
ni
la
seguridad,
ni
el
amor,
ni
el
pertenecer
a
alguien,
ni
la
belleza,
ni
el
poder,
ni
la
santidad,
ni
ninguna
otra
cosa
tendrán
ya
importancia.