YOGANANDA 

AUTOBIOGRAFIA DE UN YOGUI

CAPITULO XIII EL SANTO QUE NO DUERME “Por favor, permítame que marche a los Himalayas. Espero adquirir, en medio de una soledad imperturbable, una comunión divina ininterrumpida”. En cierta ocasión dirigí estas ingratas palabras a mi Maestro. Atenaceado por una de esas inexplicables desilusiones que de vez en cuando asaltaban al discípulo, sentí una creciente impaciencia con los deberes cotidianos de la ermita y los estudios en el colegio. La única circunstancia atenuante es que esta proposición se la hice a mi Maestro cuando apenas llevaba seis meses de estar con Sri Yukteswar y aún no había comprendido lo inconmensurable de su estatura espiritual.
“Muchos hombres viven en las montañas de los Himalayas y, sin embargo, no tienen la percepción de Dios”. La contestación de mi Maestro vino lenta y sencilla. “La sabiduría se busca mejor al través de un hombre de realización, que al través de una montaña”.
Pasando por alto la insinuación clara de mi Maestro que él y no una montaña era mi instructor, volví a repetir mi súplica. Sri Yukteswar no me dió ninguna contestación y yo tomé su silencio como un tácito consentimiento, una interpretación precaria que se acepta para la propia conveniencia.
Esa noche, en mi casa de Calcuta, estuve atareado con los preparativos del viaje.
Amarré algunos artículos en el interior de una cobija, recordando al hacerlo un bulto similar arrojado a hurtadillas por la venta de mi buhardilla, unos cuantos años antes, y pensando si este nueve viaje, sería también sólo una nueva escapatoria de mala surte hacia los Himalayas. La primera vez mi gozo espiritual era exaltado; pero esa noche me sentía apenado a la sola idea de dejar a mi guru.
A la mañana siguiente busqué al pandita Behari, mi profesor de sánscrito en el Scottish Church College.
- Señor, usted me ha hablado de su amistad con un gran discípulo de Lahiri Mahasaya.
Por favor, deme usted su dirección.
- ¿Usted se refiere a Ram Gopal Muzumdar? Yo le llamo “el santo que no duerme”, pues está siempre despierto, en conciencia extática. Su casa está en Ranbajpur, cerca de Tarakeswar.
Le dí las gracias y tomé inmediatamente el tren para Tarakeswar. Esperaba silenciar mi conciencia obteniendo una sanción del “santo que no duerme”, para concentrarme en meditación solitaria en los Himalayas. El amigo de Behari, según supe, había recibido la iluminación después de muchos años de práctica de Kriya Yoga en las aisladas cuevas.
En Tarakeswar me aproximé a un famoso santuario que los hindúes veneran y consideran lo mismo que los católicos el santuario de Lourdes, en Francia.
Innumerables milagros han ocurrido en Tarakeswar, incluyendo entre ellos uno hecho a un miembro de mi familia. La mayor de mis tías me dijo: “Yo me senté en el templo durante una semana, observando un ayuno completo, orando por el alivio de tu tío Sarada, de un mal crónico que le aquejaba. En el séptimo día, una hierba se materializó en mis manos. La maceré e hice un té para tu tío. Su mal desapareció inmediatamente y nunca más ha vuelto a aparecer”.
Entré a la capilla del santuario de Tarakeswar. El altar no contiene nada más que una piedra redonda. Su circunferencia, sin principio y sin fin, es una representación significativa del Infinito. Las abstracciones cósmicas no son difíciles aun a los más humildes campesinos hindúes, que han sido acusados por los occidentales de vivir de puras abstracciones.
Mi actitud en aquel instante era tan austera que no me sentí inclinado a reverenciar el símbolo de piedra. Dios debe buscarse, pensé, únicamente dentro del alma.
Abandoné el templo sin hacer siquiera una genuflexión, y airosamente salí de él hacia la Villa de Ranbajpur. Mi llamada a un transeúnte para orientarme causó en él una larga reflexión: “Cuando llegue usted a la encrucijada de un camino, tome su derecha y siga caminando”, dijo por fin, con aire de oráculo.
Obedeciendo sus instrucciones, vagué a lo largo de los bancos de un canal. La oscuridad se aproximaba; los suburbios del villorrio estaban llenos de luciérnagas, así como de aullidos de chacales que por ahí merodeaban. La luz de la luna era demasiado tenue para darme alguna seguridad, y así seguí tropezando durante dos horas.
Por fin, con alegría, escuché el tintineo de un cencerro, y a mis repetidos gritos se presentó un campesino.
- Ando buscando a Ram Gopal Babu.
- Ninguna persona de ese nombre vive en esta villa. -Su tono de voz era seguro-.
Probablemente es usted un detective mentiroso.
Tratando de acallar las sospechas de su perspicacia política conturbada, persuasivamente le expliqué mi difícil situación. Entonces me condujo a su casa y me concedió su amable hospitalidad.
- Ranbajpur está lejos de aquí -me dijo-. En el cruce de los caminos debió usted tomar a la izquierda y no a la derecha.
Con gran tristeza pensé que mi primer informante era desde luego una verdadera amenaza para los caminantes. Después de una cena con arroz, lentejas dhal y curry con papas y plátanos crudos, me retiré a una pequeña choza adjunta al huerto. A lo lejos los campesinos de la villa cantaban, acompañados del grave son de las “mridangas”1 y címbalos. Esa noche el sueño fue inconciliable. Oré fervientemente por ser conducido al secreto yogi Ram Gopal.
Tan pronto como los primeros rayos del alba penetraron por los intersticios de mi oscura morada, me levanté para seguir mi camino a Ranbajpur. Atravesando por campos de arroz recién cortado, tropecé con espinos y montículos de barro seco. De vez en cuando me encontraba con algún campesino, quien invariablemente me informaba que mi meta final distaba únicamente una “krosha” (dos millas). En seis horas el sol había viajado victoriosamente del horizonte hasta el meridiano; pero yo principiaba a sentir que siempre me hallaría distante de Ranbajpur por una krosha.
Al mediodía mi mundo seguía siendo un campo de arroz interminable. El calor, cayendo de un cielo inclemente, me iba aproximando a un inevitable colapso. Como viera venir a un hombre de aspecto y paso mesurados, apenas me atreví a hacerle la tan repetida pregunta, por temor de recibir la siempre monótona contestación: “Sólo una krosha”.
El caminante se detuvo a mi lado. Era ligero y corto de cuerpo, físicamente sin importancia, con excepción de sus hermosos ojos oscuros y penetrantes.
“Había pensando abandonar Ranbajpur, pero el objeto de tu visita es bueno y decidí esperarte”. Y tronando sus dedos en mi sorprendida cara, me dijo: “¿No eres lo suficientemente listo para darte cuenta que sin previo anuncio tú no podrías encontrarme qué, señorito, no reverenció al Infinito en el símbolo de piedra que vió usted ayer en el templo de Tarakeswar? 2. Su orgullo ha sido castigado por el caminante que le dió una mala dirección, ya que él no quería molestarse en hacer distinciones entre la derecha y la izquierda. ¡Y hoy ha tenido un día bastante desagradable!”.
De todo corazón estuve de acuerdo, maravillosamente sorprendido de que un ojo omnisciente se ocultara tras un cuerpo tan insignificante, como el que estaba ante mí.
Una energía curativa fluía del cuerpo de aquel yogi, pues inmediatamente me sentí refrescado y vigorizado en medio de aquel campo ardiente.
“El devoto se inclina a creer que su sendero hacia Dios es el único”, dijo. “Yoga, al través de la cual la divinidad es hallada dentro, es, indudablemente, el sendero más elevado, como nos lo ha dicho Lahiri Mahasaya. Pero al descubrir al Señor en nosotros, pronto lo percibimos en el exterior. Los santuarios de Tarakeswar y los de cualquier otra parte, son justamente venerados como centros nucleares del poder espiritual”.
La actitud censora del santo se desvaneció; sus ojos se suavizaron compasivamente y me dió unos golpecitos en el hombro.
“Joven yogi, ya veo que usted está huyendo de su Maestro. El tiene todo lo que usted necesita. Usted debe regresar a él. Las montañas no pueden ser su guru” Ram Gopal repetía el mismo pensamiento que Sri Yukteswar había expresado durante nuestra última entrevista.
“Los Maestros no están bajo ninguna compulsión cósmica que limite su residencia”. Mi acompañante me miró inquisitivamente. “Los Himalayas de la India y del Tibet no tienen ningún monopolio de santos. Lo que uno no se preocupa en hallar dentro de sí, no puede ser descubierto transportando del cuerpo de acá para allá. Tan pronto como el devoto quiere ir al fin del mundo por su iluminación espiritual, su guru se le aparece cerca”.
Lo reconocí en silencio, recordando mi plegaria en la ermita de Benares, seguida por el encuentro con Sri Yukteswar, en el concurrido barrio de Benares.
“¿Puede usted disponer de un cuarto pequeño, en donde pueda cerrar la puerta y estar solo?” “Sí”. Comprendí luego que el santo descendía de lo general a lo particular con una velocidad desconcertante.
“Esa es su Cueva”. El yogi me lanzó una mirada de iluminación que nunca he olvidado.
“Esa es su montaña sagrada. Allí es donde encontrará el reino de Dios”.
Sus sencillas palabras desvanecieron inmediatamente mi larga obsesión por los Himalayas. En medio de un abrasador campo arrocero, desperté de mis encumbrados sueños de montes nevados.
“Joven, su sed por lo divino es muy laudable. Siento un gran cariño por usted”. Ram Gopal me tomó de la mamo y me condujo a una cercana aldehuela. Las casas de adobe estaban techadas con hojas de palma y adornadas con rústicas entradas.
El santo me hizo sentar bajo una umbrosa plataforma de bambú de su pequeño huerto.
Después de darme jugo de lima endulzado y un pedazo de azúcar cande, entró a su patio y asumió la postura del loto. Como a las cuatro horas abrí los meditativos ojos y vi la monolítica figura del yogi que aún seguía inmutable. Mientras yo estaba recordando a mi estómago que el hombre no sólo de pan vive, Ram Gopal se aproximó a mí.
“Ya veo que está usted hambriento; la comida estará lista pronto”. El fuego fue encendido en un horno de barro en el patrio, y arroz y dhal me fueron pronto servidos en grandes hojas de plátano. Mi anfitrión rehusó cortésmente mi ayuda para atender los menesteres de cocina. “El huésped es Dios”, es un proverbio hindú que desde tiempo inmemorial ha sido devotamente observado. En mis recientes viajes por el mundo, me ha encantado ver que se sigue el mismo respeto para los viajeros en diferentes países. El habitante de la gran ciudad encuentra, sin embargo, bastante mellada esta hospitalidad por la superabundancia de caras nuevas cada día. Los emporios humanos me parecían remotos y oscuros en tanto me sentaba al lado del yogi en aquella pequeña y aislada aldehuela. La habitación de la casa era misteriosa por su atenuada y suave luz. Ram Gopal arregló algunos cobertores rotos en el piso para que me sirvieran de cama; y él mismo se sentó en una estera de paja. Abrumado por su enorme magnetismo espiritual, me aventuré a hacerle una súplica. “Señor, ¿por qué no me concedes el “samadhi”? “Querido mío, con gusto le concedería el divino contacto, pero no está en mi mano  hacerlo”. El santo me vió con entrecerrados ojos. “Su maestro le concederá esa experiencia pronto. Su cuerpo no está todavía lo suficientemente afinado, a tono; así como una pequeña lámpara no puede resistir un voltaje excesivo, así sus nervios no están todavía preparados para la corriente cósmica. Si yo le diera el éxtasis infinito ahora, se quemaría como si cada célula suya alzara llama. “Usted está pidiéndome la iluminación a mí -continuó el yogi a media voz-, mientras que yo me pregunto, en mi insignificancia, y con las pequeñas meditaciones que he hecho, si habré logrado agradar a Dios y qué mérito puedo encontrar ante sus ojos, al recuento final”. “Pero, Señor, ¿no ha estado usted buscando a Dios sincera concienzudamente por largo tiempo?”.
“No he hecho mucho. Behari debe haberle dicho algo de mi vida. Durante veinte años ocupé una gruta secreta, meditando dieciocho horas seguidas. Luego me fuí a una cueva inaccesible y permanecí allí por veinticinco años, entrando en unión yogística por veinticuatro horas diarias. No necesitaba dormir, porque estaba siempre con Dios. Mi cuerpo estaba más descansado y en completa calma en la supraconsciencia, de lo que puede estarse en el ordinario estado subconsciente”.
“Los músculos se relajan durante el sueño, pero el corazón, los pulmones y el sistema circulatorio siguen en constante trabajo. Estos no descansan. En el estado de supraconsciencia, los órganos internos permanecen en un estado de suspensión, electrizados por la energía cósmica. Por este medio he encontrado innecesario dormir desde hace años. Tiempo llegará en que usted también hará caso omiso del sueño”.
“¡Santo cielo! ¿Usted ha meditado por tan largo tiempo y todavía no está seguro del favor de Dios? -Le miré asombrado-. Entonces, ¿qué nos queda a nosotros, pobres mortales?”.
“Bien; pero ¿no ve usted, mi querido joven, que Dios es la Eternidad misma?. Pretender que uno pude conocerle a El plenamente por cuarenta y cinco años de meditación es como formularse una expectación a posteriori. Babaji nos asegura, desde luego, que aun una pequeña meditación lo salva a uno del terrible temor a la muerte y de los estados post-mortem. No fije su ideal espiritual en una pequeña montaña; fíjelo en la estrella de la inclasificada realización de lo divino. Si usted trabaja con tesón, lo conseguirá, sin duda”.
Conmovido por lo que me decía, le supliqué que me diese mayor luz. Entonces me contó una maravillosa anécdota con relación a su primer encuentro con el maestro de Lahiri Mahasaya: Babaji 3.
Cerca de la medianoche, Ram Gopal entró en silencio y yo me acosté sobre los cobertores. Cerré los ojos y comencé a ver ráfagas relampagueantes; todo mi vasto espacio interior era una cámara de luz radiante. Abrí los ojos y observé la misma radiación deslumbradora. La habitación se tronó en una infinita cámara, como la que mirase en la interna visión.
“-¿Por qué no se duerme?” “-Pero, Señor, ¿cómo podría dormir en presencia de ese relampaguear cegante, ya tenga los ojos cerrados o abiertos? “-Bendito eres tú con esta experiencia; las radiaciones espirituales no se ven fácilmente”. El santo agregó unas palabras más de afecto.
Al amanecer, Ram Gopal me dió cande en trozos y me dijo que debería partir. Sentía tanto tener que abandonarlo, que no pude evitar que las lágrimas surcaran mis mejillas.
“No dejaré que te marchas con las manos vacías”, y añadió tiernamente: “haré algo por ti”.
Sonrió y me miró fijamente; yo permanecí clavado a la tierra, y una gran calma me circundaba, como si una poderosa creciente me entrase por los ojos. Instantáneamente fuí curado de mi dolor en la espalda, el cual me venía atormentando intermitentemente por años. Renovado y bañado en un océano de gozo luminoso, ya no lloré. Después de tocar los pies del Santo, salté a la jungla, abriéndome camino por entre la tropical maleza hasta llegar a Tarakeswar.
Allí hice una segunda peregrinación al famoso santuario y me arrodillé con fervor ante el altar. La piedra redonda se agrandó ante mi visió interna, hasta que se convirtió en la esfera cósmica, anillo tras anillo, zona tras zona, toda saturada de divinidad.
Una hora después tomé el tren alegremente para Calcuta. Mis viajes terminaron, no en las vastas montañas, sino en la himaláyicas presencia de mi Maestro.
Notas al márgen: 1 Tambores tocados con las manos y usados únicamente para música devota.
2 Esto nos recuerda la observación de Dostoiewski: “El hombre que no se inclina ante nada, no podrá soportar nunca la carga de si mismo”.
3 Véase páginas 297-300 (capitulo XXXIV )

 

 CAPITULO XIV UNA EXPERIENCIA EN CONCIENCIA COSMICA - Aquí estoy, Guruji. -Mi semblante avergonzado hablaba más elocuentemente que yo.
- Vamos a la cocina a buscar algo que comer. -La actitud de Sri Yukteswar era tan natural como si hubieran sido sólo horas y no días los que nos habían separado.
- Maestro, debo de haberte contrariado grandemente por mi súbita partida, con abandono de mis deberes; y he creído que estarías enojado conmigo.
- ¡No, claro que no! El enojo viene cuando se ha contrariado algún deseo. Yo no espero nada de los demás; así que sus acciones no pueden estar en oposición con mis deseos.
Yo no te ocuparía para mis propios fines; y sólo soy feliz en tu propia felicidad.
- ¡Señor, oímos hablar del amor divino en una forma vaga, pero, por primera vez, tengo un ejemplo concreto de él en tu angélico espíritu!. En el mundo, aun el mismo padre no perdona tan fácilmente a su hijo si éste deja el negocio de sus padres sin previo aviso.
Pero tú no has mostrado la más ligera contrariedad, aun cuando con mi marcha debo haberte causado grandes inconvenientes por todas las tareas que dejé detrás de mí.
Nos vimos uno al otro con ojos donde las lágrimas brillaban. Una oleada de bendición me cubrió. Yo sabía que el Señor, en la forma de mi guru, expandía los fuegos de mi corazón en incontenible marea de amor cósmico.
Pocos días después, por la mañana, entré a la salita solitaria del Maestro. Llevaba la intención de meditar, pero mi laudable objeto parecía estorbado por pensamientos reacios que revoloteaban como los pájaros ante el cazador.
“¡Mukunda!” La voz de Sri Yukteswar se oía desde un balcón del interior.
Me sentí tan rebelde como mis pensamientos: “El Maestro está siempre urgiéndome para que medite”, murmuré entre dientes. “No debería distraerme, puesto que sabe para qué he venido a su habitación”.
Volvió a llamarme y yo permanecí obstinadamente silencioso. A la tercera vez, su tono de voz era imperioso.
“Señor, estoy meditando”, contesté en tono de protesta.
“Ya sé cómo estás meditando” -dijo el Maestro en voz alta-; “con la mente conturbada como las hojas bajo el vendaval; ven acá”.
Descubierto y escurrido, fuí tristemente a su lado.
“Pobre muchacho, las montañas no pueden darte lo que tú quieres”. El Maestro me habló cariñosamente. Su mirada dulce y apacible era insondable. “El deseo de tu alma será cumplido”.
Rara vez usaba Sri Yukteswar acertijos para expresarse. Yo estaba sorprendido.
Entonces él me golpeó ligeramente, un poco arriba del corazón.
Mi cuerpo se inmovilizó completamente, como si hubiese echado raíces; el aliento salió de mis pulmones como si un pesado imán me lo extrajese. El alma y el cuerpo cortaron inmediatamente sus ligaduras físicas y un chorro flúido de luz salía de mí por cada poro.
Mi carne estaba como muerta y, sin embargo, en mi intensa lucidez me di cuenta de que nunca antes había estado tan vivo como en aquel instante. Mi sentido de identidad no estaba ya confinado únicamente a un cuerpo, sino que abarcaba todos los átomos circundantes. La gente de las distantes calles parecía moverse sobre mi propia y distante periferia. Las raíces de las plantas y de los árboles surgían bajo una tenue transparencia del suelo, y podía darme cuenta de la circulación interior de sus savias.
Toda la vecindad aparecía desnuda ante mí. Mi visión había cambiado en una vasta y esférica mirada, simultáneamente perceptiva. Al través de mi cabeza y por la nunca veía a los hombres caminar más allá de la calzada de Rai Ghat, y hasta advertí a una vaca blanca que lentamente ser acercaba. Cuando llegó frente a la entrada de la ermita, pude verla con los ojos físicos; y cuando dió la vuelta tras la barda de ladrillos, todavía la miraba claramente.
Todos los objetos dentro del radio panorámico visual temblaban y vibraban como si fueran películas del cine. Mi cuerpo, el de mi Maestro, el patio con sus pilares, los muebles, el piso, los árboles, la luz del sol, se veían de vez en cuando como violentamente agitados mientras se fundían en un mar de luz, así como los cristales de azúcar en un vaso de agua se diluyen al ser batidos.
La luz unificadora alternaba materializaciones de forma; y estas metamorfosis revelaban la ley de la causa y efecto en la creación.
Un mar de gozo cayó sobre las riberas sin fin de mi alma. Entonces comprendí que el espíritu de Dios es inagotable Felicidad. Su cuerpo es un tejido de luz sin fin. Un sentimiento de gloria creciente brotaba de mí y comenzaba a envolver pueblos y continentes, la tierra toda, sistemas solares y estelares, las nebulosas tenues y los flotantes universos. Todo el cosmos, saturado de luz como una ciudad vista a lo lejos en la noche, fulgía en la infinitud de mi ser. Los preciosos contornos globales de sus masas se esfumaban algo en los extremos más lejanos, y aun allí podía ver la suave radiación nunca disminuída. Era indescriptiblemente sutil; mientras que las figuras de los planetas parecían formadas de una luz más densa.
La divina dispersión de rayos luminosos provenía de una Fuente Eterna, resplandeciendo en galaxias, transfiguradas en inenarrables auras. Una y otra vez vi estas fulgencias creadoras condensarse en constelaciones y luego resolverse en hojas de transparentes llamas. Por medio de una rítmica reversión, sextillones de mundos se transformaban en diáfano lustre; y el fuego se convertía en firmamento.
Conocí el centro del Empíreo como un punto de percepción intuitiva en mi corazón. El esplendor irradiaba desde mi núcleo intimo hacia cada parte de la estructura universal.
El feliz “amrita”, el néctar de la inmortalidad, corría al través de mí con fluidez de azogue.
Escuché resonar la creativa voz de Dios como “AUM”1, la vibración del Motor Cósmico.
De repente, el aliento volvió a mis pulmones. Con desilusión casi insufrible, me dí cuenta de que mi infinita inmensidad se había perdido. Una vez más estuve confinado a la humillante limitación de una caja corporal, no tan cómoda para el Espíritu. Como un hijo pródigo, había huído de mi hogar macrocósmico, encarcelándome a mí mismo en un estrecho microcosmo.
Mi guru seguía inmóvil delante de mí, y mi primer intento fue arrojarme a sus santos pies en acto de gratitud por aquella experiencia en la conciencia cósmica, que tan larga y apasionadamente había buscado. Pero él me detuvo de pie y me dijo, lleno de calma y sin presunción: “No debes embriagarte con el éxtasis. Mucho trabajo hay para ti en el mundo todavía.
Ven, vamos a barrer el piso del balcón; luego caminaremos por el Ganges”.
Traje una escoba; inferí que mi Maestro estaba enseñándome el secreto de vivir una vida equilibrada. El alma debe abrazarse a los abismos cósmicos mientras el cuerpo cumple sus obligaciones cotidianas. Cuando más tarde estuvimos ya listos para nuestro paseo, todavía me sentí en trance, en un rapto inefable. yo veía nuestros cuerpos como dos retratos astrales, moviéndose sobre un camino a lo largo del río cuya esencia parecía de purísima luz.
“Es el Espíritu de Dios el que activamente sostiene cada forma y fuerza del universo; sin embargo, El es trascendental y reposa apartado en el beatífico e increado vacío más allá de los vibratorios mundos de los fenómenos”, me decía el Maestro. “Los santos que realizan su divinidad estando aún en la carne, experimentan una parecida doble existencia. Conscientemente dedicados a trabajos terrenos, permanecen, sin embargo, sumergidos en interna beatitud. El Señor ha creado a todos los hombres del ilimitado gozo de su Ser. Aun cuando están dolorosamente aprisionados en el cuerpo, no obstante Dios espera que las almas hechas a Su Imagen puedan al final elevarse más allá de la identificación de los sentidos y se reúnan con El”.
La visión Cósmica me dejó indelebles lecciones. Aquietando mis pensamientos cada día, pude librarme de la ilusoria convicción de que mi cuerpo era una masa de carne y huesos cruzando el duro suelo de la materia. El aliento y la inquietud de la mente, según advertí, eran como tormentas que perturbaban el océano de la luz con oleadas de formas materiales: tierra, cielo, seres humanos, animales, aves árboles. Ninguna percepción del Infinito como única Luz puede obtenerse excepto calmando tales tempestades. A medida que silenciaba los dos tumultos naturales, podía contemplar las multitudinarias olas de la creación diluirse en un reluciente océano, lo mismo que las olas del mar y sus tormentas serenamente se disuelven en su unidad.
Un Maestro concede la divina experiencia de la conciencia cósmica cuando su discípulo, por medio de la meditación, ha fortalecido su mente a un grado en que las inmensas perspectivas no le anonadan. Tal experiencia no puede ser obtenida por la sola voluntad del intelecto, ni por la mente más amplificada. Solamente por un adecuado desenvolvimiento en la práctica de la yoga y por la vivencia devocional (bhakti), esfumado todo vapor de tristeza, ausentes de las auroras de la vana alegría se fue el espejismo del sensorio miraje.
Amor, odio, salud, enfermedad, vida, muerte, murieron, sombras falsas, en la pantalla dual.
Olas de risa, abismos de sarcasmo, remolinos melancólicos, se mezclaron en el vasto mar de la felicidad.
Acallada ha quedado la tormenta de Maya por la varita mágica de la honda intuición.
El Universo, sueño olvidado, subconscientemente acecha listo para invadir mi recién despierta memoria divina.
Vivo fuera de la sombra cósmica que no puede existir sin mí; aunque el océano existe sin las olas, éstas no pueden subsistir sin él.
Sueños y despertares, los profundos estados de Turia, presente, pasado y futuro no son ya para mí sino un eterno presente y un devenir por todo.
Planetas, estrellas, polvos de estrellas, tierra, erupciones volcánicas de cataclismos finales, hornazas de creación futuras, glaciares de rayos X, inundación de electrones ardientes, pensamientos de todos los hombres, pasado, presente, porvenir cada hoja de hierba, yo mismo, la humanidad, toda partícula de polvo universal, ira, codicia, bien y mal, salvación y lujuria, todo lo transmuté, todo lo asimilé en el vasto océano de sangre de mi propio único Ser.
Rescoldos de alegría que avivara mi celo encegueciendo mis llorosos ojos, ardieron en llamas inmortales de dicha, consumiendo mis lágrimas, mis límites, mi todo.
Tú eres yo, yo soy Tú, ¡Cognoscente, Conocedor, Conocido, todo Uno! ¡tranquila, inalterable emoción, eternamente viviente, paz [siempre nueva! gozoso más allá de toda expectación imaginada, ¡Samadhi feliz! No en inconsciente estado o anestesia mental sin regreso voluntario, Samadhi extiende mi reino consciente más allá de los límites de mi marco mortal al más lejano límite de la eternidad, donde Yo, el Mar Cósmico, contemplo al pequeño yo flotando en mí.
Ni el gorrión, ni el grano de arena pasan o caen fuera de [mi visita.
Todo el espacio flota como témpano en mi océano mental, Colosal recipiente, Yo, de todo cosa hecho, por la profunda, larga y sedienta meditación enseñada por [el Maestro, viene este celestial Samadhi.
Los móviles murmullos de los átomos se oyen; ¡la oscura tierra, las montañas y los valles, se licúan y mezclan! ¡fluyentes océanos tórnanse vapores de nebulosas! AUM sopla sobre vapores, abriendo prodigiosamente sus velos.
Los océanos aparecen revelados en luminosos electrones.
Hasta que al fin el sonido del tambor cósmico desvanece las materiales luces en rayos eternos de la omnipenetrante felicidad.
De alegría vine, por la alegría vivo, y en sagrada alegría me [confundo.
Océano de la mente, bebo todas las olas de la creación.
Los cuatro velos de sólidos, líquidos, vapores y luz, se elevan libres.
Yo mismo en todo, entro en el gran Yo Mismo; Partieron para siempre las ágiles y cintilantes sombras de la [mortal memoria.
Integro en mi cielo mental, abajo adelante y muy alto arriba.
La Eternidad y yo, un rayo unido.
Una pequeña burbuja de risa, yo me he vuelto el mismo Mar de la Alegría.
Sri Yukteswar me enseño cómo lograr esta bendita experiencia a voluntad, y también cómo transmitirla a otros si sus canales intuitivos están desarrollados. Por meses entré en esa extática unión, comprendiendo así por qué los Upanishads dicen que Dios es “rasa”, “gozo”. Sin embargo, un día le llevé un problema a mi Maestro.
“Yo quiero saber, Señor, cuándo encontraré a Dios”.
“Ya lo has encontrado”.
“Oh, no, Señor, yo no lo creo así”.
Mi guru sonreía. “¡Estoy seguro de que tú no estás esperando a un venerable personajes, adornando un trono, en algún antiséptico rincón del cosmos! Veo, sin embargo, que tú te imaginas que la posesión de poderes milagrosos es el conocimiento de Dios. Uno puede poseer todo el universo y hallar, no obstante, que el Señor le elude. El desenvolvimiento espiritual no se mide por los poderes externos, sino únicamente por la profundidad de su dicha en la meditación.
“La siempre renovada alegría es Dios. El es inagotable; si continúas en tu meditación por años, El te transformará con infinita ingenuidad. Los devotos como tú que han encontrado el sendero hacia Dios, jamás sueñan con cambiarlo por ninguna otra felicidad. El es seductor más allá de cualquier pensamiento de competencia.
“¡Qué pronto nos hastiamos de los placeres mundanos! El deseo por cosas materiales no tiene límites; el hombre nunca está completamente satisfecho, y persigue una meta tras otra. El “algo más” que busca es El, el Señor, que únicamente puede proporcionarle el gozo imperecedero.
“Los deseos externos nos sacan del Jardín del Edén interno, ofreciéndonos falsos placeres que únicamente remedan la felicidad del alma, El paraíso perdido es vuelto a ganar rápidamente al través de la meditación. Como Dios es la “Eterna Novedad inanticipada”, jamás nos cansamos de El. ¿Podremos saciarnos de bendiciones, deliciosamente variadas al través de la eternidad?”.
“Ahora entiendo, Señor, por qué los santos dicen de Dios que es inalcanzable. Ni aun la vida eterna puede bastar para apreciar a Dios”.
“Eso es cierto; pero también El está siempre cerca y querido. Después de que la mente ha sido purificada por medio de Kriya Yoga de los obstáculos sensorios, la meditación proporciona una doble prueba de Dios. La eterna alegría es una evidencia de su existencia, que nos penetra hasta los átomos. Y también en meditación uno encuentra su guía instantánea, su adecuada respuesta a cualquier dificultad”.
“Yo creo, guruji, que tú has resuelto mi problema -y le sonreí agradecido-. Ahora me doy cuenta de que he realizado a Dios porque cuando el gozo de la meditación ha vuelto subconscientemente durante mis horas de actividad, he sido sutilmente dirigido para adoptar el curso correcto en todo, aun en sus detalles”.
“La vida humana está sobrecargada de tristeza, hasta que no sabemos cómo armonizarnos con la Voluntad Divina, cuyo curso perfecto es con frecuencia desconcertante para la inteligencia egoísta. Dios lleva la carga del cosmos; El únicamente puede dar un consejo certero”.
Notas al márgen: 1- “En el principio era el Verbo; y el Verbo era con Dios y la palabra era Dios”. (San Juan I-1).
2- “Porque el Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dió al Hijo”. (San Juan, V-22).
“A Dios nadie lo vió jamás; el Unigénito Hijo que está en el seno del Padre, lo declaró así a El”. (San Juan, I-18).
“De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago también él las hará, y mayores que éstas hará; porque yo voy a mi padre”. (San Juan, XIV-26).
Estas palabras bíblicas se refieren a la triple naturaleza de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo (Sat, Tat, Aum, en las escrituras hindúes). Dios Padre es el Absoluto, Inmanifestado, existente más allá de la vibración creadora. Dios Hijo es la Conciencia Crística (Brahma o Kutastha Chaitanya) existente en la creación vibratoria; esta Conciencia Crística es el “Unigénito”, el único reflejo del increado Infinito. Su manifestación exterior, o Testimonio es AUM o Espíritu Santo, el divino poder invisible, creador, que estructura toda la creación al través de la vibración. “Aum”, el bendito Consolador, se oye en la meditación y revela al devoto la ultérrima Verdad.