El arte de la espada
A
pesar
de
todo
lo
dicho,
mucho
me
temo
que
en
más
de
uno
haya
surgido
la
sospecha
de
que
el
tiro
de
arco,
desde
que
quedó
eliminado
de
la
lucha
de
hombre
a
hombre,
haya
sobrevivido
gracias
a
una
afectada
espiritualidad.
Por
ende,
que
se
haya
sublimado
de
una
manera
poco
sana.
No
puedo
criticarlos
por
pensar
así.
Es
conveniente
subrayar
una
vez
más
que
el
Zen
no
sólo
en
los
últimos
tiempos
ha
influido
de
manera
fundamental
en
las
artes
japonesas
y
por
supuesto
en
el
arte
del
tiro
de
arco.
Lo
viene
haciendo
desde
hace
muchos
siglos.
En
consecuencia,
un
maestro
arquero
de
tiempos
remotos,
que
debía
salir
airoso
de
la
prueba
quién
sabe
cuántas
veces,
no
hubiera
podido
decir
otra
cosa
acerca
de
la
esencia
de
su
arte
de
cuanto
dice
un
maestro
en
quien
vive
la
"Magna
Doctrina".
A
través
de
las
centurias,
el
espíritu
de
ese
arte
ha
permanecido
idéntico,
tan
inalterable
como
el
mismo
Zen.
Sin
embargo,
para
disipar
toda
posible
duda
y,
lo
sé
por
experiencia
propia,
comprensible,
echemos
una
mirada
a
otro
arte
cuya
importancia
para
el
combate
aún
hoy
no
puede
negarse:
el
arte
de
la
espada.
Esto
nos
permitirá
establecer
una
comparación.
Tal
cosa
se
me
ocurre
no
sólo
porque
el
maestro
Awa
también
sabía
manejar
"espiritualmente"
la
espada,
-por
lo
cual
señalaba
a
veces
la
excitante
coincidencia
entre
las
experiencias
de
los
maestros
del
arco
y
de
la
espada-,
sino
sobre
todo
porque
de
aquella
época
en
que
la
caballería
estaba
en
su
apogeo
y
en
que
los
espadachines
tenían
que
ser
capaces
de
demostrar
su
maestría
de
la
manera
más
irrefutable
entre
la
vida
y
la
muerte,
de
aquella
época,
pues,
existe
un
documento
literario
de
primer
orden.
Es
un
tratado
de
Takuan,
gran
maestro
del
Zen,
titulado
"La
aprehensión
inmutable"
(1),
donde
se
expone
detalladamente
la
relación
entre
el
Zen
y
el
arte
de
la
espada
y
por
ende
también
la
práctica
de
la
esgrima.
No
sé
si
es
el
único
documento
que
interpreta
de
una
manera
tan
amplia
y
original
la
"Magna
Doctrina"
de
la
maestría
de
la
espada;
tampoco
sé
si
testimonios
similares
existen
con
respecto
al
arte
de
tiro
de
arco.
Pero
una
cosa
es
segura:
es
una
gran
suerte
que
el
relato
de
Takuan
se
haya
conservado
y
un
gran
mérito
de
D.
T.
Suzuki
el
de
haber
traducido,
casi
completa,
esa
carta
dirigida
a
un
célebre
maestro
de
la
espada,
poniéndola
así
al
alcance
de
numerosos
lectores
(2).
Ordenando
y
resumiendo
el
contenido
del
citado
documento,
trataré
de
destacar
con
mis
propias
palabras,
y
de
la
manera
más
clara
y
concisa
posible,
lo
que
hace
siglos
ya
se
comprendía
por
el
arte
de
la
espada
y
lo
que
según
la
opinión
unánime
de
grandes
maestros,
debe
comprenderse
aún
hoy.
En
virtud
de
aleccionadoras
experiencias,
hechas
tanto
en
ellos
mismos
como
en
sus
discípulos,
los
maestros
de
la
espada
consideran
un
hecho
que
el
principiante,
por
fuerte
y
combativo,
por
valiente
e
intrépido
que
sea
por
naturaleza,
pierde
al
comenzar
la
enseñanza
su
despreocupada
naturalidad
y
además
la
confianza
en
sí
mismo.
Ahora
llega
a
conocer
todas
las
posibilidades
técnicas
de
poner
en
peligro
la
vida
durante
el
combate,
y
aunque
pronto
es
capaz
de
concentrar
su
atención
al
máximo,
de
vigilar
al
adversario
de
la
manera
más
despierta,
de
parar
sus
estocadas
con
exactitud
y
de
hacer
eficaces
asaltos,
se
halla
en
una
situación
peor
que
antes
cuando
daba
golpes
a
diestro
y
siniestro
y
al
azar,
mitad
en
broma,
mitad
en
serio,
según
la
inspiración
del
momento
y
del
ardor
bélico
durante
los
combates
de
práctica.
Tiene
que
admitir
ahora,
y
resignarse
a
ello,
que
se
encuentra
en
condiciones
de
inferioridad
frente
a
cualquiera
que
sea
más
fuerte,
ágil
y
experimentado,
y
que
estará
expuesto.
Sin
embargo,
la
primera
enseñanza
no
puede
darse
de
otra
manera;
es
la
más
apropiada
para
el
principiante.
Mas
a
pesar
de
ello
no
conduce
a
la
meta,
y
el
maestro
lo
sabe
perfectamente.
Es
inevitable
que
el
novicio,
pese
a
su
celo
y
posible
habilidad
innata,
no
se
convertirá
en
maestro.
Pero
¿cuál
es
la
razón
por
la
cual
el
que
desde
hace
mucho
ha
aprendido
a
no
arrebatarse
de
ardor
bélico
sino
a
conservar
la
sangre
fría,
el
que
sabe
conservar
prudentemente
sus
fuerzas,
se
siente
preparado
para
el
duelo
más
prolongado
y
apenas
si
encuentra
ya
un
adversario
igual
en
millas
a
la
redonda,
no
obstante,
medido
por
las
normas
últimas,
fracase
y
se
vea
impedido
de
progresar?
Según
Takuan,
esto
se
debe
a
que
no
puede
abstenerse
de
observar
cuidadosamente
al
adversario
y
su
manera
de
manejar
la
espada;
a
que
reflexiona
cuál
será
el
mejor
modo
de
atacarlo
y
espera
el
momento
en
que
baje
la
defensa.
En
resumidas
cuentas,
se
debe
a
que
recurre
a
toda
su
arte
y
ciencia.
Procediendo
así,
dice
Takuan,
pierde
"la
presencia
del
corazón":
y
el
decisivo
golpe
de
siempre
llega
tarde,
por
lo
cual
no
es
capaz
"de
volver
contra
quien
empuña"
la
espada
del
adversario.
Cuanto
más
se
empeñe
en
encomendar
su
superioridad
con
la
espada
a
su
reflexión,
al
aprovechamiento
consciente
de
su
destreza,
a
su
experiencia
de
combate
y
su
táctica,
tanto
más
inhibe
la
libre
movilidad
en
el
"obrar
del
corazón".
¿Cómo
se
puede
remediar
esto?
¿Cómo
se
torna
"espiritual"
la
destreza?
¿Cómo
se
convierte
el
dominio
soberano
de
la
técnica
en
el
arte
magistral
de
la
espada?
La
respuesta
es:
el
aprendiz
lo
logrará
únicamente
si
se
desprende
de
toda
intención
y
de
su
propio
yo.
Tiene
que
alcanzar
un¿No
suena
esto
tan
absurdo
como
en
el
tiro
de
arco
la
exigencia
de
dar
en
el
blanco
sin
tomar
puntería,
o
sea,
de
olvidarse
completamente
de
la
meta
y
de
la
intención
de
alcanzarla?
Sin
embargo,
tengamos
presente
que
el
arte
de
la
espada,
cuya
esencia
describe
Takuan,
ha
probado
su
eficacia
en
mil
combates.
Incumbe
al
maestro
y
a
su
responsabilidad
encontrar,
no
el
camino
propiamente
dicho,
pero
sí
el
"cómo"
de
ese
camino
hacia
la
última
meta,
adaptándose
a
la
peculiaridad
del
aprendiz.
Primeramente
se
empeñará
en
acostumbrarle
a
eludir
instintivamente
los
golpes
aunque
lleguen
de
improviso.
En
una
deliciosa
anécdota,
D.
T.
Suzuki
describe
el
método
sumamente
original
de
un
maestro
para
cumplir
con
esa
difícil
misión
(3).
De
modo
que,
por
decirlo
así,
el
aprendiz
ha
de
adquirir
un
nuevo
sentido
o,
mejor
dicho,
una
nueva
presencia
de
todos
sus
sentidos
que
le
permita
esquivar,
como
presintiéndolos,
los
golpes
que
le
amenazan.
Una
vez
que
domine
ese
arte
de
hurtar
el
cuerpo,
ya
no
tendrá
necesidad
de
seguir
con
indivisa
atención
los
movimientos
de
su
enemigo
o
de
varios
enemigos
a
la
vez.
En
el
mismo
instante
en
que
ve
y
presiente
lo
que
está
por
suceder,
ya
se
ha
sustraído
instintivamente
a
los
efectos
de
tal
acción,
"sin
que
mediara
el
grosor
de
un
pelo"
entre
percibir
el
peligro
y
esquivarMucho
más
difícil,
empero,
y
realmente
decisiva
en
cuanto
al
resultado,
es
la
tarea
posterior
de
impedir
que
el
aprendiz
reflexione
y
busque
cómo
atacar
mejor
al
adversario,
pues
no
debe
pensar
siquiera
que
tal
adversario
existe
y
que
es
cuestión
de
vida
y
muerte.
Por
de
pronto,
el
novicio
comprende
esas
instrucciones
-y
no
puede
de
otra
manera-
en
el
sentido
de
que
le
bastará
privarse
de
observar
a
su
rival
y
de
reflexionar
acerca
de
todo
cuanto
se
relaciona
con
su
comportamiento.
Seriamente
se
propone
abstenerse
y
se
controla
en
cada
paso.
Pero
procediendo
así
se
le
escapa
el
hecho
de
que,
concentrándose
en
sí
mismo,
no
puede
verse
sino
como
el
combatiente
que
debe
abstenerse
de
observar
a
su
contrincante.
Por
más
que
se
empeñe
en
ese
sentido,
siempre
lo
vigilará
secretamente.
Sólo
en
apariencia
se
ha
desprendido
de
él,
en
realidad
está
más
vinculado
que
nunca.
El
maestro
deberá
recurrir
a
su
mas
sutil
psicología
para
convencer
al
discípulo
de
que,
con
ese
desplazamiento
de
la
atención,
en
el
fondo
no
ha
ganado.
Tiene
que
aprender
a
desprenderse
de
sí
mismo
tan
decisivamente
como
de
su
adversario,
volviéndose
no-intencionado
de
la
manera
más
radical.
Y
esto
requiere
gran
dosis
de
paciente
e
infructuosa
ejercitación,
igual
que
el
tiro
de
arco.
Una
vez
que
esos
ejercicios
dan
resultado,
en
la
no-intencionalidad
alcanzada
habrá
desaparecido
el
último
vestigio
de
intención,
de
empeño.
En
ese
estado
de
desprendimiento
y
no-intencionalidad
surge
espontáneamente
una
actitud
que
ofrece
sorprendente
afinidad
con
la
capacidad
instintiva
de
esquivar,
alcanzada
en
la
etapa
anterior.
Tal
como
en
esta
no
media
el
grosor
de
un
pelo
entre
percibir
un
golpe
y
eludirlo,
tampoco
ahora
hay
distancia
entre
esquivar
y
atacar.
En
el
momento
de
evitar
el
golpe,
el
combatiente
ya
prepara
el
suyo
y,
antes
de
que
él
mismo
se
dé
cuenta,
da
una
mortífera
estocada
certera
e
irresistible
Es
como
si
la
espada
se
manejara
a
sí
misma,
y
así
como
respecto
del
tiro
de
arco
debe
decirse
que
"Ello"
apunta
y
acierta,
también
en
este
caso
el
"Ello"
sustituye
al
yo,
sirviéndose
de
las
aptitudes
y
habilidades
que
éste
adquirió
con
su
consciente
esfuerzo.
Y
también
ahora,
"Ello"
no
es
más
que
un
nombre
de
algo
que
no
puede
comprenderse
ni
atraparse
y
que
se
revela
únicamente
a
quien
lo
haya
experimentado.
Según
Takuan,
la
consumación
del
arte
de
la
espada
consiste
en
que
el
corazón
ya
no
es
afectado
por
ningún
pensamiento
sobre
yo
y
tú,
el
adversario
y
su
espada,
la
propia
espada
y
su
manejo,
y
ni
siquiera
sobre
la
vida
y
la
muerte.
"Luego,
todo
es
vacío:
tú
mismo,
la
espada
que
se
blande
y
los
brazos
que
la
manejan.
Más
aún,
hasta
la
idea
de
vacío
ha
desaparecido".
"De
ese
vacío
absoluto
-declara
Takuan-
surge
el
milagroso
despliegue
de
la
acción".
Lo
que
vale
con
respecto
al
tiro
de
arco
y
la
esgrima
es
aplicable,
en
el
mismo
sentido,
a
todas
las
demás
artes.
Así,
para
mencionar
otro
ejemplo,
la
maestría
del
pintor
a
la
tinta
china
se
revela
precisamente
en
que
la
mano,
dueña
incondicional
de
la
técnica,
ejecuta
y
visualiza
la
idea
que
simultáneamente
está
creando
el
espíritu,
sin
que
medie
el
grosor
de
un
pelo.
La
pintura
se
convierte
en
escritura
automática,
y
también
en
este
caso,
la
instrucción
para
el
pintor
podría
ser
la
siguiente:
observa
durante
diez
años
el
bambú,
conviértete
en
bambú,
luego
olvídate
de
todo
y
pinta.
El
maestro
de
la
espada
ha
vuelto
a
la
despreocupación
natural
del
principiante.
Esa
espontaneidad
que
perdió
al
iniciarse
la
enseñanza,
la
recupera
corno
elemento
indestructible
de
su
carácter.
Mas,
a
diferencia
del
principiante,
es
reservado,
sereno
y
modesto
y
le
falta
completamente
toda
presunción.
Es
que
entre
los
estados
del
noviciado
y
de
la
maestría
han
transcurrido
largos
y
fecundos
años
de
incansable
ejercitación.
Bajo
la
influencia
del
Zen,
la
destreza
se
ha
espiritualizado;
el
practicante,
empero,
venciéndose
a
sí
mismo
y
liberándose
de
escalón
en
escalón,
se
ha
transformado.
Ya
no
desenvaina
con
facilidad
la
espada,
convertida
en
su
"alma".
Lo
hace
sólo
cuando
es
inevitable.
Y
puede
suceder
que
evite
el
combate
con
un
adversario
indigno,
un
bruto
que
se
jacta
de
sus
músculos,
tomando
sobre
sí,
con
una
sonrisa,
el
oprobio
de
cobardía;
mientras
que,
en
otro
momento,
movido
por
el
mayor
respeto
a
su
adversario,
puede
insistir
en
una
lucha
que
a
éste
no
ha
de
traerle
más
que
unaComo
el
principiante,
el
maestro
de
la
espada
no
conoce
el
miedo,
pero
a
diferencia
de
aquel
se
torna
cada
vez
más
insensible
a
lo
que
pueda
causar
miedo.
A
través
de
años
de
ininterrumpida
meditación
ha
llegado
a
vivenciar
que
la
vida
y
la
muerte
son,
en
el
fondo,
una
y
la
misma
cosa
y
pertenecen
a
un
mismo
plano
del
destino.
Por
eso
ya
no
conoce
ni
la
angustia
de
la
vida
ni
el
temor
a
la
muerte.
Le
gusta
-y
esto
es
muy
característico
del
Zen-
vivir
en
el
mundo,
pero
dispuesto
en
todo
momento
a
abandonarlo,
sin
que
le
afecte
la
idea
de
la
muerte.
No
es
casualidad
que
el
samurai
se
haya
elegido,
como
símbolo
más
puro
de
su
filosofía,
la
delicada
flor
del
cerezo.
Así
como
un
pétalo,
reflejando
el
tenue
rayo
del
sol
matinal,
se
desprende
y
serenamente
se
desliza
hacia
el
suelo,
así
también
el
hombre
intrépido
debe
saber
desprenderse
de
la
existencia
silencioso
e
impasible.
Estar
libre
del
miedo
a
la
muerte
no
significa
que,
en
los
buenos
momentos,
uno
crea
no
estremecerse
ante
ella
y
confíe
en
saber
afrontar
la
prueba.
Quien
domina
la
vida
y
la
muerte
está
libre
de
todo
temor,
a
tal
punto
que
ya
no
es
capaz
de
experimentar
la
sensación
de
miedo.
Quien
no
conozca
por
experiencia
propia
el
poder
de
la
meditación
seria
y
prolongada,
no
puede
imaginarse
qué
victorias
sobre
nosotros
mismos
nos
permite
lograr.
Sea
como
fuere,
el
maestro
consumado
revela,
a
cada
paso,
su
arrojo,
no
con
sus
palabras
sino
con
su
comportamiento;
uno
lo
percibe
y
se
siente
profundamente
impresionado.
Por
eso,
la
intrepidez
imperturbable
ya
es,
de
por
sí,
maestría
que,
como
no
puede
ser
de
otro
modo,
sólo
pocos
alcanzan
realmente.
Para
dar
testimonio
también
de
esto,
citaré
literalmente
un
pasaje
del
Hagakure
que
data
de
mediados
del
siglo
XVII:
"Yagyu
Tajima-no-kami
era
un
gran
maestro
de
la
espada
y
enseñaba
el
arte
al
shogun
Tokugawa
Jyemitsu.
Cierto
día,
uno
de
los
guardianes
del
shogun
se
acercó
a
Tajima-no-kami
y
pidió
que
le
enseñara.
El
maestro
dijo:
"Según
veo,
ya
sois
maestro
de
la
espada.
Decidme,
os
ruego,
a
qué
escuela
pertenecéis,
antes
que
entremos
en
una
relación
de
maestro
y
discípulo".
El
guardián
contestó:
"Me
avergüenza
confesar
que
jamás
aprendí
el
arte".
"¿Os
burláis
de
mí?
Soy
el
maestro
del
venerable
shogun
y
sé
que
mi
ojo
no
me
engaña".
"Lamento
ofender
vuestro
honor,
pero
la
verdad
es
que
no
tengo
ningún
conocimiento
del
arte".
Frente
a
esta
decidida
negativa,
el
maestro
vaciló
un
momento;
al
final
dijo:
"Si
vos
lo
afirmáis,
así
será.
Pero
seguramente
sois
maestro
de
alguna
otra
disciplina,
aunque
no
veo
bien
cuál
es".
"Como
insistís
en
ello,
os
diré.
Hay
una
sola
cosa
de
la
cual
puedo
considerarme
maestro
consumado.
Cuando
aún
era
muchacho,
se
me
ocurrió
que,
siendo
Samurai,
no
debía
temer
a
la
muerte
en
ningún
caso
y
desde
entonces
-ya
hace
algunos
años-
he
luchado
continuamente
con
la
cuestión
de
la
muerte,
hasta
que
he
dejado
de
preocuparme.
¿Tal
vez
será
esto
lo
que
vuestra
merced
señala?"
"Exactamente
-exclamó
Tajima-no-kami-
esto
es.
Me
alegro
de
que
mi
juicio
haya
sido
acertado,
pues
el
último
secreto
del
arte
de
la
espada
reside
también
en
estar
liberado
de
la
idea
de
la
muerte.
A
centenares
de
alumnos
les
he
mostrado
esa
meta,
pero
hasta
hoy
ninguna
ha
alcanzado
el
grado
supremo
en
el
arte
de
la
espada.
Vos
no
necesitáis
ningún
ejercicio,
ya
sois
maestro".
Desde
tiempos
remotos,
la
sala
donde
se
practica
el
arte
de
la
espada
se
denomina:
Lugar
de
la
Iluminación.
Todo
maestro
de
un
arte
determinado
por
el
Zen
es
como
un
relámpago
generado
por
la
nube
de
la
verdad
omnímoda.
Ella
está
presente
en
la
libre
movilidad
de
su
espíritu,
y
en
el
"Ello"
la
encuentra
como
en
su
propia
esencia
original
e
innombrable.
Con
esa
esencia
se
enfrenta
una
y
otra
vez
como
con
la
suprema
posibilidad
de
su
propio
ser;
y
la
Verdad
adopta
para
él
-y
a
través
de
él
para
otros-
mil
formas
y
aspectos.
Pero
a
pesar
de
haberse
sometido
paciente
y
humildemente
a
una
inaudita
disciplina
no
ha
alcanzado
el
nivel
donde
estuviere
tan
rigurosamente
compenetrado
e
inspirado
por
el
Zen
como
para
que
en
cualquier
expresión
de
su
vida
se
sienta
sostenido
por
él,
de
manera
que
su
existencia
conozca
únicamente
horas
felices.
La
suprema
libertad
aún
no
se
le
ha
convertido
en
necesidad
absoluta.
Si
se
siente
irresistiblemente
impulsado
hacia
esta
meta
tiene
que
encaminarse
una
vez
más
por
el
sendero
del
arte
sin
artificio.
Tiene
que
dar
el
salto
hacia
el
origen
para
que
viva
desde
la
Verdad
como
quien
se
ha
identificado
íntegramente
con
ella.
Tiene
que
volver
a
ser
alumno,
novicio;
tiene
que
vencer
el
último
y
más
escarpado
tramo
del
camino,
pasando
a
través
de
nuevas
transmutaciones.
Si
sale
airoso
de
esta
aventura,
entonces
su
destino
se
consumará
en
el
enfrentamiento
con
la
Verdad
no
refractada,
la
Verdad
que
está
por
encima
de
todas
las
verdades,
el
amorfo
origen
de
todos
los
orígenes:
la
Nada
que
lo
es
todo,
la
Nada
que
le
devorará
y
de
la
cual
volverá
a
nacer.
NOTAS:
1.
"Die
grosse
Befreiung.
Einführung
in
den
Zen-Buddhismus",
Zurich.
2.
Suzuki,
"Zen
un
die
Kultur
Japans",
pág.
82
y
siguientes.
3.
Para
establecer
una
comparación
recomiendo
el
tratado
"Ueber
das
Marionettentheater"
de
H.
Von
Kleist.
Desde
puntos
de
partida
muy
diferentes,
Kleist
se
acerca
asombrosamente
al
tema
aquí
expuesto.
4.
Es
el
mismo
maestro
a
quien
Takuan
dirigió
su
carta
sobre
"La
Aprehensión
Inmutable".
5.
Metáfora
del
autor
basada
en
un
juego
de
palabras:
Ursprung
=
origen,
Ur-sprung
=
salto
hacia
el
origen
o
salto
originario
(N.
d.
T.).