Fernando
Mora Zahonero
A diferencia de lo que
es habitual en este tipo de escritos, el presente no constituye un estudio
exegético de ningún texto clásico fundamental, sino que es fruto de las
reflexiones surgidas a partir del estudio y la lectura de diferentes textos
y también de la relación, más o menos cercana, con varios y eminentes lamas
de la tradición budista tibetana. Se trata de una serie de pensamientos
sobre aspectos generales del budismo y la meditación desde la óptica de un
occidental que ha intentado, a lo largo de los años, conocer y llevar a la
práctica dicha tradición espiritual.
Puede que las afirmaciones contenidas en estas páginas no dimanen, en
determinados momentos, una excesiva ortodoxia. Sea como fuere, no me parece
sensato sustentar al ciento por ciento sistema de creencias alguno por la
sencilla razón de que ningún sistema es capaz de contener la totalidad de la
realidad. Además, tampoco me parece prudente arrojar por la borda la duda
—sistemática, metódica o existencial— que tantos beneficios ha proporcionado
a la humanidad y que es sinónimo de libertad mental. El beneficio de la duda
—aunque ésta sea incómoda— siempre es más productivo que sus perjuicios.
Con cierta frecuencia se oye hablar de la enseñanza “original” del Buda
pareciendo restringirse ésta al budismo propio de una escuela o sistema
determinado, desarrollado en un contexto geográfico e histórico particular.
Sin embargo, ese tipo de aseveraciones no hace más que soslayar el hecho de
que, si hay algo que ha caracterizado al budismo, es su continua adaptación
a las condiciones y la mentalidad de las sociedades en las que ha terminando
arraigando. Y, en ese sentido, puede decirse también que, con el paso del
tiempo asistiremos al nacimiento de un budismo genuinamente occidental,
diferente en su forma externa —aunque no en el contenido esencial de su
mensaje— del resto de “budismos” conocidos hasta la fecha. Nos corresponde,
pues, la tarea de identificar, más allá de la fachada de las ideologías y
los condicionamientos históricos, geográficos y culturales accesorios, qué
es el denominado “despertar”, el hilo conductor o la esencia de los
distintos “budismos”.
Todas las escuelas budistas representan la enseñanza original del Buda
aplicada a las necesidades propias de cada época y cultura específica. No
podemos olvidar, en ese sentido, que se trata de una instrucción fundamental
que apunta directamente a comprender y resolver la cuestión del sufrimiento
—o la insatisfacción— y sus innumerables ramificaciones, algo que sólo puede
ser abordado a través de la experiencia directa y no mediante subterfugios
religiosos ni intelectuales de ningún tipo.
De hecho, casi nos atreveríamos a afirmar que el budismo es una disciplina
empírica de autoconocimiento que no exige sustentar a priori creencia
alguna, salvo aquello que —tal como dijera el Buda Shakyamuni en sus últimas
palabras—, tras haber sido comprobado personalmente, haya demostrado ser
beneficioso para la felicidad ajena y la propia. Por eso, en mi modesta
opinión, para albergar una auténtica actitud budista ante la vida, no hace
falta sustentar dogmas de fe como la reencarnación, la omnisciencia, los
seis reinos de la existencia y ni siquiera la iluminación, sino que tan sólo
es necesario prestar atención a lo que sucede a cada instante tratando de no
manipular el flujo de nuestras experiencias.
Ser budista únicamente exige tratar de conocer cuáles son nuestras
limitaciones y mostrarse respetuoso —o, si se prefiere, paciente y
compasivo— tanto con la propia ignorancia como con la ajena. El budismo no
es propiamente hablando una religión, ni una filosofía, ni una psicología
trascendental, aunque no cabe duda de que aglutina todas esas cualidades,
puesto que las necesidades humanas son muy variadas. El budismo se refiere,
antes que nada y sobre todo, a lo que podemos denominar la “experiencia del
despertar”, la experiencia que supuestamente tuviera el Buda Shakyamuni bajo
el Árbol Bodhi. La experiencia búdica es una vivencia directa que excede el
marco de lo conceptual y no da lugar a ningún “ismo”, ni culto a la
personalidad.
Aunque, en principio, la experiencia del despertar —que constituye la
esencia del estado de Buda— es inefable, sin embargo, las diferentes
escuelas budistas no han hecho sino tratar de definir en la medida de lo
posible ese estado. La historia tradicional de la vida de Shakyamuni nos
sugiere también que se trata de una experiencia natural, cuyo camino de
acceso habría entrevisto ya en su infancia, cuando según recoge la leyenda,
al mediodía, bajo la sombra de un baniano, el pequeño Buda accedió al primer
grado de absorción meditativa mientras contemplaba las labores de los
campesinos. Muchos años después, tras haber renunciado a su vida palaciega y
probado todos los caminos espirituales existentes en su época, el futuro
Buda recordará ese primer atisbo de despertar y, siguiendo sus huellas,
arribará finalmente a la iluminación.
Sin embargo, tal vez no sea del todo adecuado calificar de experiencia al
despertar y sea mejor concebirlo como el marco que hace posible toda
experiencia. El despertar, después de todo, también consiste en ver a través
de la estructura de todas nuestras experiencias, es decir, en la comprensión
de su carácter esencialmente inasible, inefable y transparente.
De este modo, el despertar no es una experiencia donde resulte fundamental
el contenido filosófico. No constituye un mero estado psicológico más o
menos profundo y trasciende la meditación en el sentido habitual del término
(es decir, en tanto que mera técnica de relajación, absorción o
instropección) sino que, a lo sumo, se sirve de las etapas iniciales de la
concentración a fin de crear las condiciones más favorables —de quietud y de
estabilidad mental— para que la mente se centre en la observación ecuánime
de todos los fenómenos externos e internos, incluida la misma observación.
La experiencia del despertar no puede ser una experiencia de absorción
yóguica, éxtasis, etc., tal como nos indica el hecho de que Shakyamuni no
accediera a ella sino después de haber practicado y abandonado los métodos
tradicionales del yoga. A lo sumo, el yoga constituye una preparación para
el despertar.
Lo específico del mensaje budista, el rasgo propio que no es posible hallar
en otros movimientos filosóficos, religiosos y espirituales, radica en
aquello que se conoce como vipashyana, la visión profunda o penetrante en la
verdadera naturaleza de la realidad, que es el hilo conductor que atraviesa
las tradiciones del theravada, el zen, el tantra, el mahamudra y el
dzogchen.
El término “meditación” no debe inducir a confusiones. La meditación budista
consiste, simple y llanamente, en permanecer totalmente atentos y
conscientes en el instante presente, sin interferir ni actuar sobre el curso
de los acontecimientos, tratando de percibir las cosas tal cual son. De ese
modo, la visión penetrante (vipashyana) es una visión que se adentra en la
esencia de la realidad, desarbolando todas las quimeras religiosas, ídolos
intelectuales y supersticiones existenciales con los que cosificamos el
flujo, esencialmente libre, de la experiencia.
El despertar también es sinónimo de sabiduría (prajña, jñana) y ésta es la
principal cualidad del sendero budista. Puede decirse así que la práctica
esencial del budismo es el cultivo de la sabiduría, que tiene lugar a través
de la visión profunda en la verdadera naturaleza de las cosas y que
desemboca en la realización de las tres características básicas de la
existencia o de los dharmas (no-yo, impermanencia e insatisfacción).
Tratar de concentrarse en un pensamiento o en un punto es, desde el punto de
vista último, algo completamente absurdo porque el pensamiento se está
deconstruyendo instante a instante. Sin embargo, necesitamos alcanzar cierto
grado de atención para poder percibir la deconstrucción continua de la
experiencia. Por eso, también se brinda la posibilidad, a las personas que
no se hallan suficientemente maduras, de acometer abordajes más indirectos o
graduales para acercarse a la sabiduría —como el desarrollo de las acciones
positivas, la absorción meditativa, los rituales, la recitación de sutras y
mantras, etc.— pero ninguno de ellos constituye, propiamente hablando, el
genuino abordaje budista al problema fundamental de la existencia, que es la
trascendencia de la insatisfacción o sufrimiento (dukha), un término
sánscrito que también posee el sentido de complicación, elaboración,
superposición o relación artificial y que es el opuesto a sukha
(simplicidad, no manipulación) que, por otra parte, es otro de los sinónimos
del nirvana.
En lo que respecta a su cualidad decididamente antidogmática, desde la
declaración testamentaria del Buda Shakyamuni donde aconsejaba no confiar en
la mera autoridad o el prestigio social, religioso o intelectual de las
personas, los libros o las tradiciones, el budismo siempre ha promovido
tanto el razonamiento crítico como la experiencia contemplativa directa. La
meditación de visión penetrante (vipashyana) constituye una aplicación
práctica de la perspectiva de la vacuidad de existencia independiente de los
fenómenos, las sensaciones, los pensamientos, etc. Vipashyana, sabiduría y
vacuidad son conceptos sinónimos. De ese modo, la meditación de la visión
penetrante espolea al buscador para que no se aferre a ninguna experiencia,
sea de índole mundana o espiritual, y siga avanzando en el camino del
desprendimiento de todas los asideros intelectuales, las falacias vitales y
los mitos existenciales a los que nos hallamos sometidos, siendo la creencia
en las “entidades” fijas, sólidas, inalterables e independientes, uno de
nuestros mitos más arraigados.
El vipashyana implica una contemplación de la realidad a la inversa de
nuestro modo habitual de considerar las cosas (éste significado está
contenido en la etimología sánscrita del término ya que vipa significa
“inverso”) y constituye un signo distintivo de libertad porque el individuo
está obligado a poner todas sus experiencias y también a sí mismo en una
perspectiva radicalmente distinta a la habitual, sin conformarse con las
ideas cedidas por otros o con subterfugios sentimentales que sublimen las
propias frustraciones y temores. El practicante ha de aprender a dejarlo
todo atrás. “Si te encuentras al Buda, mátalo”, reza un antiguo proverbio
zen. El budismo es una balsa, como dicen sus textos originales, que nos
ayuda a cruzar el indómito río de la ilusión pero, una vez alcanzado ese
objetivo, debemos abandonar la balsa si no queremos ver impedido cualquier
viaje ulterior.
Lo único que se cultiva, pues, en el budismo es la atención, el despertar,
la vigilancia, la conciencia que subyace tanto a la meditación como a la
no-meditación, una conciencia esencial —más allá de la dualidad entre sujeto
y objeto— que consiste, lisa y llanamente, en permanecer totalmente atentos
y despiertos. El resto de los elementos que podemos encontrar —adoración,
concentración, ejercicios yóguicos, ofrendas, devoción, etc.— también es
posible hallarlos en otros movimientos religiosos o disciplinas místicas y
no pueden ser considerados, en ese sentido, como la genuina aportación del
budismo a la historia de las religiones y de la filosofía.
La cuestión no es de qué modo podemos alcanzar el nirvana —la salvación, la
liberación, la iluminación o como queramos denominarlo— sino, más bien, cómo
hemos abandonado el estado de iluminación o, si se prefiere, cómo nos
alejamos de él a cada instante, es decir, de qué modo estamos creando y
manteniendo nuestra situación condicionada, que desemboca inevitablemente en
sufrimiento, frustración e insatisfacción. Se trataría, pues, de llegar a
comprender profundamente el mecanismo que posibilita la formación del
samsara. Por eso, debemos prestar atención no tanto a la naturaleza de lo
que pueda ser la iluminación —que, de momento, no es sino un lejano y vago
ideal— como a los mecanismos que permiten que el samsara —que sí que es una
realidad inmediata— siga funcionando. Este condicionamiento no es algo que
haya tenido lugar en un remoto pasado sino que se forma instante tras
instante, impelido por la fuerza del hábito. Porque, para el budismo, hábito
es lo único que somos, mientras no nos libremos del círculo vicioso del
condicionamiento.
Prestar atención a samsara también significa ser conscientes de nuestra
propia ignorancia. Como decía el sabio griego, “saber que no se sabe nada”.
Ése es el presupuesto del aprendizaje porque, cuando uno cree que sabe, ya
no puede seguir aprendiendo. El samsara, por otro lado, forma parte de la
manifestación natural de lo que es, de aquello que está ahí directamente, de
lo que se manifiesta sin que importe si es real o irreal, placentero o
doloroso, positivo o negativo. Hay que efectuar, en este sentido, un
abordaje directo. Como afirmaba el Buda Shakyamuni, quien ha sido herido por
una flecha no pregunta por el nombre, la nacionalidad, la situación del
arquero sino que, atenazado por el dolor, trata de extraer la flecha de
inmediato. Y, del mismo modo, para comprender el problema del sufrimiento
—en su dimensión particular y universal— no importa determinar si el mundo
es real o irreal, si existe o no existe un dios creador, una vida
ultraterrena, el origen del mal, etc., sino que lo que se requiere, por así
decirlo, es un acto de captación o de percepción instantánea, algo que sólo
tiene que ver con el modo en que nos relacionamos con nuestros pensamientos
y percepciones en nuestra situación actual.
Es cierto que la fuerza del hábito es aplastante pero la repetición de los
momentos de reconocimiento, como la gota constante que acaba horadando la
roca, invertirá poco a poco la fuerza del hábito de la ignorancia. Se trata
de un proceso de maduración continua, de acostumbrarse, como indica el
término bhavana, con el que los budistas mahayana definen la meditación. Es
decir, hay que llegar a un reconocimiento directo e inmediato, pero ese
reconocimiento debe ser mantenido instante tras instante y en todas las
circunstancias de la existencia, ya sea haciendo el amor, durmiendo o
cocinando y, para ello, se necesita algún tipo de abordaje gradual. El
reconocimiento es súbito pero la práctica es gradual y también el proceso de
asimilar o integrar dicho reconocimiento en cada faceta de nuestra vida y de
nuestras relaciones cotidianas.
Como decimos, todo es cuestión de hábito. Y, por eso, se trata de revertir
la fuerza de un hábito inveterado —del hábito del yo, el hábito de apegarse,
el hábito de juzgar y asignar etiquetas a las experiencias, el hábito de no
prestar atención— con la fuerza de otro hábito, que, en este caso, es el
hábito de tomar conciencia, de soltar, de no aferrarnos a nuestros juicios,
de no interferir y de no manipular el curso de las experiencias. Eso, por
supuesto, no significa que haya que abstenerse de la acción porque eso nos
llevaría al terreno de la dualidad. De ese modo, se trataría, pues, de
llegar a vivir la dualidad de un modo no-dual, de modo inverso a nuestra
situación actual, en la que vivimos la no-dualidad de un modo dual.
Prestar atención también significa amar al objeto al que se atiende. Éste es
el sentido terapéutico del término atender, cubrir las necesidades, estar
presente con el “otro”. El hecho de depositar nuestra atención en algo y de
mantenerla enfocada en ello supone cierto grado de aprecio. De ese modo,
prestar atención a la respiración significa amar la respiración; prestar
atención a las sensaciones, significa amar a las sensaciones, y así
sucesivamente con cada uno de los objetos que constituyen los “cuatro
fundamentos de la plena atención”. El amor se halla implícito en la
conciencia.
La atención también se relaciona con la memoria. De hecho los términos
sánscrito y tibetano (drenpa
y
smriti) que se
refieren a ella significan memoria. Porque, en realidad, sólo podemos
prestar atención al pasado. Y no sólo eso sino que, según el budismo, dado
que la conciencia presupone al pasado, éste siempre ha existido y, de este
modo, la conciencia carece de un principio en el tiempo ya que el tiempo
forma parte de la conciencia.
De hecho, el Buda descubrió un abordaje intermedio entre la concentración y
la distracción, que es la atención pura. Es a partir de la atención que se
desarrolla la epistemología soteriológica del budismo. De ese modo, frente a
otras escuelas que hipostatizan la atención hasta llegar a convertirla en un
testigo absoluto, el budismo únicamente está interesado en la atención en
tanto que proceso. Por eso, el budismo no sostiene que la conciencia se
pueda separar del objeto, convirtiéndose, en este caso, en una conciencia
pura, ni que el objeto pueda ser independiente de la conciencia, en cuyo
caso la conciencia sería un epifenómeno del objeto. Lo único que puede
decirse es que objeto y sujeto, cuerpo y mente, son coemergentes.
Existe una cualidad de clara apertura, coemergente con cada experiencia
interna y externa. Todas las experiencias se disuelven pero, al mismo
tiempo, no dejan de surgir nuevas experiencias. Es la coexistencia de
vacuidad y del surgimiento interdependiente. Todas las experiencias son los
reflejos de la clara luz, la danza inobstruida de lo que es, el juego de la
sabiduría, similar a la aparición de un arco iris. De hecho, la emergencia y
la extinción también son etiquetas que asignamos al espacio abierto de la
experiencia. No existe un tiempo donde nada pueda permanecer, sino que el
tiempo es un concepto que se dibuja contra el fondo de la verdadera
naturaleza de la mente. Del mismo modo, nada hay que desaparezca, sino que
la extinción también es una interpretación de la experiencia. El tiempo no
existe como tal; es una superposición conceptual.
Del mismo modo que, tras despertar por la mañana, permanecemos unos
instantes sin conceptualizar quiénes somos, dónde estamos o qué vamos a
hacer, así también, como si despertásemos a cada instante del sueño de la
ignorancia, cultivamos esa conciencia desnuda que no se adhiere a ninguna
etiqueta ni juicio. Tanto en el momento previo a la entrada en el sueño como
en el momento inmediatamente posterior al despertar, sólo hay una conciencia
abierta, diáfanay carente de toda referencia. Es lo que los kagyüpas
denominan la inmediatez de la mente y lo que, en otras escuelas, como el
dzogchen, se denomina la base-de-todo, el estado natural o
rigpa. Esa
conciencia no sólo no es alterada por nada sino que, por así decirlo,
también es incapaz de alterar nada puesto que lo incluye todo.
Recordemos, por último, que el despertar no es una nueva experiencia que
coleccionar sino que es, precisamente, el despertar a la verdadera
naturaleza de todas las experiencias, es decir, la unión de vacuidad,
claridad y compasión.